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Fermín Herrero, fe de vida en los paisajes de la desolación

Golpe a golpe. Su obra muestra cómo la concepción del hombre no tiene sentido sin su relación con la Naturaleza

CARLOS AGANZO

Queriendo o sin querer, la poesía de Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) se ha convertido en un símbolo de la España vacía. El viento poético de un inmenso territorio despoblado donde ayer vivió el hombre, y hoy sólo quedan los ecos de antiguas voces recorriendo los campos solitarios. Donde faltan ojos que miren una Naturaleza en esplendor. Un espacio que en el caso de su comarca, las Tierras Altas de Soria, llega a registrar una densidad de población más baja que la del desierto del Sáhara.

Sin querer o queriendo, la poesía de Fermín Herrero se ha convertido en el signo del hombre vacío. El hombre del siglo XXI que se comprime en las ciudades y busca espacios en barbecho donde poder borrarse y reprogramarse. Reinterpretarse de acuerdo con patrones perdidos que, acaso, son más suyos y más verdaderos que esos otros impuestos por una sociedad que le tienta con cantos de sirena, pero que al final no comprende, no sabe interpretar. Tal vez porque sencillamente tiene poco que interpretar.

También sin querer o queriendo se ha convertido la poesía de Fermín Herrero, apenas en un puñado de años, en el emblema de un mundo rural en contradicción y desventaja con un mundo urbano que lo utiliza, lo exprime, a veces lo convierte, sí, en símbolo de sus sueños, pero que en el fondo no termina de aceptar en su código de vida cotidiana. Un mundo que en 2020 o 2021, marchando todavía por los caminos del Centenario de Miguel Delibes, cobra un sentido más profundo. Ese mundo que agoniza en el que las palabras de la tierra, de la Naturaleza, de los ciclos del campo van muriendo una detrás de otra por desuso, por anacronismo, por desidia. Palabras que se aferran a los poemas de Fermín Herrero en un intento desesperado por renombrarse y sobrevivir. También a algunos de los títulos de sus libros (‘Húrgura’, ‘Tempero’), donde lo que un tiempo fue lo más sencillo, lo más elemental, hoy se convierte en fuente inagotable de misterio poético.

Podría pensarse con todo eso que, en la línea de un Thoreau del siglo XXI, la obra de Fermín Herrero fuera algo así como escapista o conservacionista a ultranza, o incluso retrógrada. Pero nada más lejos de la realidad. La actualidad de su palabra, su clásica modernidad, conecta en tiempo real con una profunda corriente mundial de nuestros días que se reafirma en una nueva definición del humanismo, donde la concepción del hombre no puede entenderse, no tiene sentido, sin su relación con la Naturaleza. Un renacimiento superador de la sociedad líquida de nuestro tiempo donde la tierra, los árboles, las aguas y los cielos limpios reclaman su espacio y su sentido. Una poesía, la suya, que en algún momento se ha calificado como china u oriental: una obra capaz, en la desértica condición humana de la despoblación, de enlazar oriente y occidente en esa capacidad eterna del ser humano para comunicarse con los elementos naturales y expresar, a través de ellos, sus inquietudes más profundas. Palabras viejas para un hombre nuevo. Ética y estética de un despojamiento necesario para poder seguir adelante con un mínimo de dignidad.

Una obra multipremiada

No estamos hablando, sin embargo, de un pensador o de un teórico, sino de un poeta. Un autor que, de manera silenciosa, construye su obra desde que en 1995 publicó ‘Anagnórisis’, su primer libro, reconocido con el premio Gerardo Diego de poesía joven, al que siguieron una quincena de títulos más. Con ‘Echarse al monte’, publicado como consecuencia de haber ganado el Premio Hiperión en 1997, Herrero inauguró una etapa poética de indiscutible acento personal que no ha dejado de cultivar hasta la fecha. Y a la que se fueron sumando títulos como ‘Un lugar habitable’, ‘El tiempo de los usureros’, ‘Endechas del consuelo’, ‘Tierras altas’, ‘La lengua de las campanas’ o ‘De la letra menuda’. En ese camino del desprendimiento, de la desnudez, de la esencialidad, en 2011 ganó el Premio Alfons el Magnànim de Valencia con ‘Tempero’, tras el que vinieron ‘De atardecida, cielos’, reconocido en 2012 con el Ciudad de Salamanca y, sobre todo, ‘La gratitud’, ganador en 2014 del Jaime Gil de Biedma, en el que consolidaba de manera extraordinaria su relación íntima, profunda, con la Naturaleza, a través del agradecimiento por la vida. Un título tras el que Fermín Herrero se convirtió en el escritor más joven en recibir el Premio de Las Letras de Castilla y León.

Su último libro, ‘La tierra desolada’ (Hiperión, 2021), enlaza y profundiza en la línea de radical esencialidad que inauguró, después de tan largo camino de desposeimiento, con ‘Sin ir más lejos’, premiado doblemente en 2016 con el Jaén de Poesía y con el Nacional de la Crítica. Entre medias, ‘Húrgura’, escrito en compañía de las instantáneas de la fotógrafa Henar Sastre, en 2020, en pleno año de la pandemia. En el camino absoluto de la contención, las décimas (con alguna excepción) que componen ‘En la tierra desolada’, vuelven a situarse en la línea en la que se encuentra más firme la poesía de Fermín Herrero: alegría y gratitud poética frente al desamparo general del hombre; fe de vida y de esperanza en medio de las pérdidas, de los olvidos, de las desapariciones, de los ostracismos; compromiso profundo con la tierra y con el paisaje, como forma de dar sentido a la existencia. Una voz contracorriente, plenamente reconocible en un momento de nuestra vida, de nuestra cultura, donde se hace necesario tomar partido por algunas pocas cosas, las verdaderas, que son las que nos van a permitir seguir mirando al mundo cara a cara.

Su poesía es el emblema de un mundo rural en contradicción con el mundo urbano

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2021-06-19T07:00:00.0000000Z

2021-06-19T07:00:00.0000000Z

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