Cuando Joe Biden y Vladímir Putin se vean cara a cara este miércoles en Ginebra no habrá mucho lugar para sorpresas ya que los dos se conocen desde hace tiempo y demasiado bien. El ahora presidente de Estados Unidos se reunió por primera vez con el autócrata ruso en 2011, ocasión en la que aprovechó para diagnosticarle «no creo que usted tenga alma». Aquella primera y siniestra impresión volvió a ratificarse en 2014 durante la crisis planteada por la abusiva interferencia de Rusia en Ucrania.

Tras el paréntesis de cuatro años con Donald Trump en la Casa Blanca –caracterizados por un sospechoso servilismo hacia Moscú–, la relación con Rusia vuelve a la fricción que cabe de esperar en las relaciones con un régimen empeñado en cuestionar el orden internacional basado en reglas.

De forma sistemática, Putin se pasa por el arco del Kremlin la democracia, los derechos humanos y el respeto a la dignidad de las personas. Valores que Moscú, con el aplauso de sus retrógrados admiradores repartidos por toda Europa, presenta como evidencias agresivas del universalismo decadente de Occidente.

En Ginebra, Biden no va a encontrar motivos para dejar de considerar a Putin como una grave amenaza. Desde aquella primera reunión de 2011, el líder ruso es cada vez más autoritario, más brutal con sus opositores y mucho menos respetuoso con las fronteras de sus vecinos. Es por esto por lo que Biden ni se va a molestar en intentar ni un entendimiento a lo Bush hijo ni tan si quiera un «reseteo» como Obama.

Esta vez, el punto de partida para Washington no es otro que las muchas formas en que Rusia daña a los intereses de Estados Unidos, desde la injerencia electoral a favor de Trump hasta la ocupación del este de Ucrania.

Aunque la Administración Biden es consciente de la necesidad de cooperación, sobre todo en lo referente al control de armas nucleares, las expectativas son mínimas. Tan solo una relación estable, predecible y la devolución de las llaves de la Casa Blanca