«No vengan», dijo hace unos meses Kamala Harris en su primer viaje a México, lo que chocaba mucho toda vez que los demócratas se hartaron de criticar el muro de Trump, el trato inhumano a los inmigrantes y el resto de la artillería dialéctica con la que la oposición suele hostigar al que gobierna. A la decepción entre la progresía se une ahora la que lleva aparejada el que aquel mensaje de la vicepresidenta cayese en saco roto pues la administración Biden vive la peor crisis inmigratoria de sus apenas ocho meses de mandato. Miles de personas se hacinan bajo un puente donde los agentes fronterizos de Texas toleran un campamento, junto a la orilla estadounidense del río Bravo, en unas condiciones infrahumanas de salubridad para sus desdichados ocupantes. Son tantos los solicitantes de asilo que las autoridades son incapaces de desatascar semejante colapso administrativo. A pleno sol de 40 grados, los tiene Biden. La mayoría son haitianos que han huido de la violencia y la miseria de su país. Pero también hay cubanos, venezolanos y nicaragüenses, gentes que huyen, en fin, de una dictadura.