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Castigo

Sin generosidad ni gratitud, el lujo deforma y envilece

SALVADOR SOSTRES

CASTIGUÉ a mi hija sin su fiesta de cumpleaños. Llevaba unos días en que nada le parecía suficiente y pedía siempre un poco más. Un último abuso de ayer me llevó a tomar la decisión que sabía que más le dolería. Se lo dije antes de dejarla en el colegio y pasé una mañana terrible. Me desagrada la dialéctica del castigo pero a la vez pienso que el tipo de educación que le doy necesita límites muy claros porque si no la puedo convertir en un monstruo. Sin generosidad ni gratitud –al final es siempre lo mismo– el lujo deforma y envilece y no es un aprendizaje ni creces en lo que ansías. Pero de todos modos escribí a mi mujer buscando que un argumento de madre buena me permitiera mantener la fiesta sin ser un padre blandengue. Y entonces me di cuenta de algo perverso: si pensaba en mí, y en cómo sentirme mejor, la solución era levantar el castigo; si pensaba en mi hija, en su educación, y en la imprescindible tensión en que las lecciones importantes se aprenden, Maria tenía que enfrentarse al hecho de que su desconsideración y su avaricia la habían dejado sin lo que más quería. Mi mujer no me ofreció ningún salvoconducto y se limitó a decirme que la decisión que yo tomara, ella la apoyaría. Abrumado por el disgusto que me causa ser un padre que castiga, porque castigar es admitir que no confías suficientemente en el carácter de tu hija, y que aún has de forjarlo a golpe de escarmiento –con lo que me gusta presumir de que estamos ya en otra pantalla con Maria–, quise darle una última oportunidad: y al salir del club, camino del restaurante, pasé por su colegio y pedí hablar con ella. Le pregunté si tenía algo que decirme y su disculpa fue sólida, sentida y argumentada, y no mencionó el castigo. Me pareció elegante; el punto de luz que necesitaba para empezar a cambiar de signo, aunque quien verdaderamente me decidió fue el ilustrísimo fiscal Carlos Bautista, experto en extradiciones. Almorzando con él le dije que siempre era bueno tener a un fiscal amigo y me contestó: «Cuando un fiscal te echa una mano, normalmente es al cuello», presionando levemente el mío con sus dedos pulgar e índice. Y ante la posibilidad de verme extraditado por cualquier tontería a vete a saber qué tribu de tarados, pensé que una fiesta de cumpleaños no podía hacernos ningún daño.

OPINIÓN

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2021-09-18T07:00:00.0000000Z

2021-09-18T07:00:00.0000000Z

https://lectura.kioskoymas.com/article/281728387652430

Vocento