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La vidriera de Chagall

POR RAMÓN TRILLO Ramón Trillo fue presidente de Sala del Tribunal Supremo

«Citada en la ley la epidemia como causa habilitante de una declaración del estado de alarma, se abrían claras posibilidades de interpretación del ordenamiento para montar sobre esta mención una defensa inmediata contra el mal, inmediatez que no era posible con una medida como el estado de excepción, que requería un previo planteamiento de la cuestión en sede parlamentaria»

ALGUIEN se ve apretado por un incendio. Le ha sorprendido en un salón cuyos accesos han quedado impracticables porque el humo que asfixia sube por el hueco de la escalera y por ella avanza el fuego. Su salvación queda sujeta a que se rompa una vidriera fija y opaca que cierra un lateral, cuya fragilidad no es visible y que le permitiría saltar a un patio al que el incendio todavía no se ha extendido. Esa vidriera está pintada por Chagall. En ella danzan dispersos e ingenuos los personajes y los animales circenses de que tanto gustaba el artista ruso. Es una obra catalogada con máxima protección, intocable, salvo autorización de los mandos culturales, de concurrir circunstancias extraordinarias y a salvo siempre su sustancial integridad.

Avisado por los gritos de angustia, el conserje del inmueble, que conoce la calidad de la obra y su intangibilidad, no lo duda: arrima una escalera para alcanzar la vidriera y la golpea decidido con un atizador de chimenea, hasta abrir el hueco por el que salta y salva su vida un hombre para él desconocido.

He aquí un caso de estado de necesidad: para librar a un ser humano de un peligro cierto e inmediato de morir asfixiado o abrasado, se ha destrozado una obra de arte. El balance en favor de la vida es protegido por el Derecho. El conserje no será responsable de un grave delito de daños, del que en otro caso normalmente hubiera sido declarado culpable, ni será obligado a indemnizar al dueño de la vidriera. Tampoco se le hará tacha por no haber intentado obtener la obligada autorización del poder constituido antes de golpearla. Era la inmediatez del mal la que vetaba cualquier trámite que demorase el remedio. Las credenciales jurídicas del administrador lucirán impolutas.

La noción jurídica de estado de necesidad, de presencia efectiva de un mal que hace obligado auxiliarse también de otro mal para remediarlo, aunque de menor entidad que aquel, subyace como anclaje del fondo en los anormales estados constitucionales de alarma, excepción y sitio. Anormales, digo, porque en ellos ocurre que –como en el supuesto del incendio– el Derecho autoriza a tomar decisiones ordinariamente no amparadas por el sistema jurídico y el mal menor al que entonces se acude tiene como uno de sus componentes el otorgamiento a los gobernantes de unos poderes extraordinarios, cuyo reverso para los ciudadanos es la limitación o la suspensión en el disfrute algunos de los derechos fundamentales.

El dato de la inmediatez del mal y la consecuente necesidad de una reacción también inmediata era –a mi entender– el elemento de relevancia jurídica más trascendente a la hora de enjuiciar la legalidad de la actuación del Gobierno al decretar el confinamiento ciudadano contra la expansión de la pandemia del Covid-19. Sin embargo el debate doctrinal ha girado con mucha mayor intensidad y efecto decisorio en el entorno de determinar si aquel confinamiento supuso una mera limitación al derecho fundamental a la libertad de circulación o su suspensión total o sobre si la declaración de alarma permitía la permanencia por un tiempo indefinido de los poderes gubernativos extraordinarios, mientras que el de excepción limitaba legalmente esta posibilidad a solo dos meses, en clara insuficiencia temporal para el combate previsto.

Ambos debates gozan del estatuto de jurídicamente cualificados y por eso se aportan en la sentencia del Tribunal Constitucional notables y encontradas argumentaciones sobre ellos, aunque con algún esparcimiento dialéctico de no fácil digestión, como degradar a simple orden público un problema de salud y muerte provocado por una epidemia.

La ministra de Defensa ha sido criticada por afirmar que el Tribunal Constitucional se había entregado a «elucubraciones doctrinales» no afectantes al hecho más importante: que «el confinamiento era imprescindible para salvar vidas».

Un año antes de la sentencia del Tribunal Constitucional, en julio de 2020, en un breve intercambio de correos electrónicos con el periodista José Andrés Rojo, le escribí que había seguido con interés el debate desarrollado en ‘El País’ por tres juristas de primer nivel (Tomás de la Quadra, Manuel Aragón y Pedro Cruz Villalón) sobre la constitucionalidad del estado de alarma declarado para combatir el coronavirus, y le comentaba que había estado tentado de meter baza para fijar una conclusión que sin duda se consideraría ambigua, aunque a mi juicio pletórica de congruencia: como jurista a secas, podría llegar a dar mi conformidad a la inconstitucionalidad predicada por Aragón, pero obligado como juez a tutelar una convivencia viable en unas concretas circunstancias, avalaría la constitucionalidad predicada por Tomás.

La cercanía de este enunciado al tan criticado a la ministra es evidente. Al parecer, en los jueces que ambos fuimos la inminencia y gravedad del mal que se anunciaba y que ya apretaba movió en ambos el resorte jurídico del estado de necesidad, el mismo que activó el atizador en manos de quien vio el fuego acechante de abrasar a un ser humano. Pero así como al conserje la feroz necesidad le liberó de cualquier regla limitadora del instrumento a utilizar en el acto de golpear la pieza de arte con el fin de salvar una vida, el poder público tuvo que orientarse en la legislación que rige los estados de excepción para encontrar un atizador no lesivo de la Constitución, y es en esta búsqueda en donde –a mi modo de ver, y quizás el de la ministra– el dato base de esencial fuerza jurídica era el de que la respuesta al mal no debía demorarse porque la acción del virus no admitía pausa cautelar.

Por eso, citada en la ley la epidemia como causa habilitante de una declaración del estado de alarma, se abrían claras posibilidades de interpretación del ordenamiento para montar sobre esta mención una defensa inmediata contra el mal, inmediatez que no era posible con una medida como el estado de excepción, que requería un previo planteamiento de la cuestión en sede parlamentaria.

El Derecho no es maquiavélico. O al menos intenta no serlo. No cree que el fin justifique los medios. Es más, su atención primaria es evitar que, cualquiera que sea la honestidad o grandeza del fin, alguien lo pueda alcanzar por medios ilícitos. Este noble y limitador don aconseja a los juristas esforzarse en asegurar la funcionalidad de los medios, a que no obstaculicen la lícita consecución del fin. Incluso, en lo extremo, a habilitar que en momentos y circunstancias determinadas un atizador sea pieza contundente del Derecho...

LA TERCERA

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2021-09-21T07:00:00.0000000Z

2021-09-21T07:00:00.0000000Z

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