CIERTOS sonidos nos trasladan hacia viejos territorios no necesariamente placenteros. Un matador de toros, ya retirado, de los que conocieron la gloria de la puerta grande de Las Ventas, me confesó que no soportaba el pellizco metálico de las monedas contra el platillo del camarero porque ese estallido agudo le recordaba el afilado instrumental de los quirófanos de las plazas donde le habían operado tras una cornada. No olvido a mi padre, entre otras cosas, por el tañido de los hielos en cualquier copa. El hombre se encajaba, antes de comer, unas lágrimas de whisky escocés. Masajeaba el vaso en un acto reflejo y la suave, sensual fricción de los hielos, filtraba esa peculiar música de campanilla asmática.

Lo de beber con fundamento acaso sea un arte que se extingue. Lo triste del botellón explota con la abundancia de plástico. Y el rumor del plástico suena a basura, a degradación, a derrota, a pérdida de tiempo, a funeral asilvestrado exento de liturgia emocionante, a consumo rápido. Un vaso ancho, esmerilado, te permite conservar cierta dignidad aunque te excedas hacia el indeseable balbuceo borrachuzo. Si le añades ese par de hielos que se derriten despacio como los joyones de una aristócrata decadente que se funden bajo el sol, esto quiere decir que vas bien encaminado en la vida. El botellón refleja el carácter gregario de la juventud que bebe por beber, que bebe porque los demás beben y porque ignora que el licor es el refugio del corazón solitario que se encapsula en su burbuja pues desprecia el mundo y toda la ingratitud y la suciedad que este arrastra. Las borracheras multitudinarias siempre me espantaron por su grosería, por sus cánticos beodos, por sus excesos de pacotilla, por su falsa transgresión, por vindicar la mediocridad que se ampara bajo la masa. Beber y tertuliar con los íntimos, destila su gracia. Zambullirse hacia la botella (¡de plástico!) en un aquelarre grotesco segrega barullo y vulgaridad. Ojalá la juventud botellonera encuentre su camino.