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CAMARÓN DE LA ISLA, 30 AÑOS DESPUÉS DE SU MUERTE

Hoy se cumplen tres décadas de la muerte de uno de los artistas españoles más importantes de todos los tiempos. José Monge Cruz falleció con apenas 42 años, pero en sus propias letras ejerció de profeta: «Viviré mientras que el alma me suene». Y tanto que vive

Iba en los huesos al estudio. Grabó el disco ‘Potro de rabia y miel’ a pedazos. Le faltaba el aire. Soltaba un quejío, descansaba y al rato soltaba otro. Pero al pegar el collage, el cante salía ligado. Como si no hubiese fundidos a negro entre cada verso. Conclusión: Camarón cantaba con los tuétanos porque eso era lo único que le quedaba.

Cuando salió en las pantallas gigantes de la Expo’92 en Sevilla el día de su último jipío en la clínica de Badalona, su bulería se quedó prendida en los flecos del aire como un parásito: «Dicen de mí / que me amenaza el tiempo, / dicen de mí / que si yo estoy vivo o muerto»... José Monje Cruz sigue siendo un misterio de la música universal porque parecía que estaba muerto mientras vivía y, sin embargo, está más vivo que nunca después de muerto. Ha cruzado ese abismo insondable de la eternidad haciéndose soniquete con el temblor de sus costillas famélicas, señaladas en sus bocanadas como las de un cristo enclavado de Juan de Juni. Hoy hace 30 años de su muerte. Pero es absurdo contar el tiempo cuando hablamos de alguien infinito.

Cantar en permanente estado de expiración es el paroxismo de la música porque nunca se sabe si la voz va de la vida a la muerte o viene de la muerte a la vida. Camarón vivió en ese filo desde que lo parió la gitana Juana Cruz Castro en la casita blanca de la calle del Carmen de la Isla. Luego, cuando se casó con la Chispa, vivió en la calle Teatro de La Línea de la Concepción. Pero José, tan aclamado por las masas en sus postrimerías, nunca fue un artista de escenario. Fue un cantaor del patio de su casa. Un hombre desconchado al que le colgaban de la garganta macetas de colores. Por eso cuando su féretro llegó a San Fernando en la madrugada del 2 de julio de 1992, en la Isla se acabó el café. Contaba su hermano, el Pijote, que ha limpiado a diario su tumba todos estos años con un cubo de agua y un trapo, que aquel día hasta a Jesús el Nazareno, devoción de la familia Monje, se le cayeron dos lágrimas como garbanzos por la mejilla. Lo había dejado cantado José por soleá apolá: «Si tu mal no tiene cura, / yo le estoy pidiendo a Dios / que en la misma sepultura / nos entierren a los dos».

Aquella noche pasaron muchas cosas en San Fernando. Camarón, que siempre fue un hombre silencioso, de palabras escogidas, un tímido enfermizo hasta el punto de cantar con la cabeza agachada para no ver a nadie, se había convertido en un ídolo de masas y en una especie de deidad pagana para los gitanos. La Isla se abarrotó de ‘caravanas de zíncalis’ de toda Europa. Él lamentaba en sus últimos años su condición de mito. «Se me echa la gente encima por la calle y me pasan a los niños por la espalda como si yo fuera un cristo», le contó a su amigo del alma Curro Romero en una de sus charlas de apenas dos frases en tres horas. El Faraón siempre recuerda que lo que más le unía a José era el silencio. «Podíamos estar dos días juntos sin decirnos nada, ¡qué a gusto estábamos!». Paradójicamente, aquel hombre callado ha pasado a la historia por su voz. Por el hueso de su voz. Por eso su eco no se ha consumido bajo tierra. Sigue estando ahí abajo incorrupto. Y por eso aquella noche en San Fernando procesionó su ataúd por las calles de su pueblo como si fuera en parihuela. El destino quiso que la marabunta inundara las calles hasta el puente Suazo y que José pasara en el carrito de los muertos por delante de la Venta de Vargas, donde está la pila de bautismo de su cante.

Revisión de la tradición

Dice Pansequito, amigo de la infancia y compañero de flamenquerías, que Camarón era un «ratón de armario». Nada le fue ajeno en el arte jondo. «Él cogía un cante de algún artista poco conocido o con pocas facultades y lo hacía suyo». En realidad, toda su obra es una revisión de la tradición, pero cada tercio parece nuevo. Lo que hizo Camarón fue coger todo lo que había guardado en los cajones y revenderlo a su forma. De una charca hizo un océano. Aprovechó la concesión divina para convertir el flamenco en un arte sin fronteras. Su metal de voz, que tornaba el susurro en grito, no tiene parangón. Fue su sello más visible. De hecho, los ‘camaroneros’ impostan su timbre para parecerse a él porque creen que en ese detalle está la esencia de José. Se equivocan. Camarón es una conjunción de virtudes mucho más complejas. Rítmicamente

Un revolucionario

SU PASO POR EL FLAMENCO FUE RADICAL: NO DEJÓ NADA COMO SE LO HABÍA ENCONTRADO

fue un superdotado. Podía meter por bulerías la guía de teléfonos. Literariamente fue un escogido. Todas las letras se le entienden como si estuviera hablando sin esfuerzo. En ‘La leyenda del tiempo’ cuadra el poema ‘Viejo mundo’ de Omar Kayan como si lo hubiera escrito él. En la afinación fue un animal. Cuando grabó ‘Soy gitano’ con la Royal Philarmonic de Londres, los músicos se echaron las manos a la cabeza al verlo entrar con esos pelos, pero José, sin apenas referencia de los violines, dio una voz y puso la aguja en el epicentro del Do perfecto. Esto no es una habladuría. Ocurrió tal cual. Por eso pudo grabar ‘Potro de rabia y miel’ sin hálito. Con el eco de los huesos. Miquel Barceló, que se pone a Camarón de fondo en su estudio para inspirarse pintando, resumió en la portada de aquel disco la amarilla agonía de su cante. Todo lo verde estaba ya quemado en sus adentros.

El genio de la Isla murió exactamente el mismo día que su ídolo, Tomás Pavón. El hermano de la Niña de los Peines tenía el mismo fenotipo artístico que José. Bohemio, introvertido, huidizo. Ambos asumieron el papel de médium. El cante pasaba por ellos y ellos han pasado por el cante sin dejar nada como se lo encontraron. Juan Moneo el Torta le dijo a Jesús Quintero una vez que el verdadero cante «viene del padecer y del sufrir» y que los buenos no saben cantar, saben transmitir. Tomás y Camarón cumplen esta regla a rajatabla. Su voz viene del estómago. Le dan el pecho a un precipicio. Y por mucho tiempo que pase, lo que dejaron grabado seguirá vivo, en permanente cambio. El flamenco es el marco de su obra. A medida que se transforma el género, evolucionan sus cuadros. José recorrió en los discos con Paco de Lucía todos los grandes museos jondos: Manuel Torre, Pastora, Chacón, Caracol, Mairena... No le tuvo celos a nadie de su tiempo, lo que le permitió grabar un fandango de Enrique Morente sin ningún complejo. Se empeñó en sacar a la luz a los proscritos: Juan el Camas, el Rubio, el Cojo de Huelva, Antonio de la Calzá... Amplió la geografía flamenca pese a haber nacido en su paraíso natural: grabó peteneras, fue un maestro de los cantes de levante... Propuso nuevas combinaciones para agrandar las esencias jondas: ahí está la canastera. Se jugó el tipo frente a los puristas: ‘La leyenda del tiempo’, ‘Viviré’, ‘Soy gitano’... Se pasó por el forro todas las convenciones: la chupa de cuero, el torso al aire...

Esqueleto vivo del cante

Cuando hace justo 30 años los gitanos del mundo llevaban a Camarón muerto por las calles de San Fernando, ninguno de ellos sabía todavía que sobre sus hombros yacía un esqueleto vivo. La osamenta sobre la que se sostiene el flamenco contemporáneo. Un hombre de apenas 42 años había reventado las costuras de la música andaluza. La providencia lo escogió para expirar en la cruz del cante y toda su obra está plagada de augurios sobre su figura. «A mí me sigue, me sigue / una estrella chiquitita, / chiquitita pero firme»; «El orgullo y el placer / se pelean en mi mente, / una guerra sin cuartel / donde no existe la muerte»; «Mi cuerpecito lo tengo / moraíto como un lirio, / si Dios me diera la muerte / se acababan mis martirios»...

En sus últimos directos siempre arrancaba con un bocinazo a capela: «Viviré mientras que el alma me suene, / aquí estoy para morir / cuando me llegue, cuando me llegue, cuando me llegue». Han pasado tres décadas y ese grito sigue siendo una profecía. Camarón es hoy un icono español y será siempre un incalculable tesoro artístico. Queda su cante porque quedan sus huesos. Lo que ocurrió hace 30 años fue sólo su muerte. Una minucia que él mismo resumió en su más célebre trabalenguas por bulerías: «La vida es un contratiempo».

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