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Arie Pinsker, el adalid de los zapatos de los niños de Auschwitz

► Es «la última evidencia física» de que aquellos pequeños existieron; por eso este superviviente ha promovido la restauración de 8.000 pares que les pertenecieron antes de morir en las cámaras de gas

ROSALÍA SÁNCHEZ

Mientras se apoya en los cristales de la galería en la que el museo muestra los zapatos, no puede contener las lágrimas: «Tal vez los zapatos de mis dos hermanas estén ahí», dice

Tenía 14 años cuando llegó a Auschwitz. El Ejército alemán había invadido Hungría, en marzo de 1944, y a mediados de mayo fueron deportados los judíos húngaros y los de Rumanía, recientemente anexada. Recuerda cómo fue obligado a entregar su ropa y sus zapatos de verano, las únicas posesiones que conservaba. Pero Arie Pinsker siempre se consideró afortunado por haber llegado al campo de concentración en edad de trabajar. Los niños más pequeños, arrancados de los brazos de sus madres e inservibles para los propósitos nazis, terminaban en las cámaras de gas después de ser también desnudados y descalzados. Él fue transferido a Dachau y sobrevivió a la «marcha de la muerte», antes de ser liberado por las fuerzas aliadas en 1945. De todos aquellos otros niños solo queda hoy un testimonio, «la última evidencia física de su existencia», una montaña de pares de zapatos que pertenecieron a unos 8.000 niños y que quienes visitan Auschwitz pueden contemplar como prueba palpable de la atrocidad. Al menos hasta ahora.

Los zapatos, hechos de piel, se han deteriorado durante estos casi 80 años. Muchos son presa del moho y el museo del campo se planteaba su retirada, pero Arie quiere evitarlo. Por eso ha promovido una iniciativa para que sean convenientemente restaurados y conservados. La restauración tendrá lugar en los propios talleres del campo, hoy destinado a memorial. Mientras se apoya en los cristales de la galería en la que el museo muestra los zapatos, amontonados unos sobre otros, no puede contener las lágrimas: «Tal vez los zapatos de mis dos hermanas estén ahí».

Arie conocía el maltrato a los judíos desde la escuela en Oradea, pero su padre no les permitió dejar de ir al colegio hasta que estalló la guerra. En 1942, dos evadidos del Gueto de Varsovia fueron acogidos por su familia y por ellos se enteraron de lo que estaba pasando. «Mi padre entendió por qué sus primos no respondían a sus cartas, pero aun así le costaba creer todo lo que contaban», recuerda.

Cuando llegó la orden de deportación, los padres contaron a sus nueve hijos que viajaban a «otro hogar, donde habría también muchos judíos», pero Arie tenía edad suficiente para sospechar que algo iba muy mal. El viaje, de pie, en el vagón de tren, duró cinco días. «Agárrate a mi abrigo», le dijo su padre al entrar en Birkenau, en medio del caos de 4.000 deportados y con las manos ocupadas en los hermanos pequeños. Pero se perdió entre la multitud y, al llegar al punto de selección, solo vio en uno de los grupos a sus dos hermanos mayores. Corrió hacia ellos y los soldados no opusieron resistencia. De los once miembros de la familia, solo los tres chicos mayores sobrevivieron.

Durante décadas se negó a volver a Auschwitz, pero desde su jubilación ha realizado más de 70 viajes con jóvenes a los que cuenta su historia. «Lo único que recuerdo de la liberación es que, cuando desperté, estaba caliente, tapado con mantas. Un tipo con uniforme me dijo en yiddish que harían todo para que volviese a casa e imaginé volver a ver a mis padres, a mis ocho hermanos, a los tíos y primos... tardé mucho en asumir lo que había pasado. Y cuando regresé a Auschwitz y vi esos zapatos, pensé que era lo más cerca que volvería a estar de mis hermanos pequeños».

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2022-09-29T07:00:00.0000000Z

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