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Un reloj

No sería un mal epitafio distinguirnos como ese animal que supo hacer relojes

DIEGO S. GARROCHO

LOS relojes de verdad no sirven para dar la hora. Para esa función práctica y funcional existen los teléfonos móviles, la señal horaria de la radio o las campanas de una iglesia. Un reloj mecánico, de muñeca, es otra cosa. Se trata de un artefacto mínimo y a veces hasta discreto en el que se declina la humanidad entera. Cuando desaparezcamos de la faz de la tierra no sería un mal epitafio distinguirnos como ese animal que supo hacer relojes. Y sentimos, además, la forzosa necesidad de querer llevarlos siempre encima.

La mesura del tiempo y de su ritmo es una hazaña más que heroica. Diría que es incluso más memorable que el asalto a la superficie lunar u otras gestas astronómicas. Tampoco el metaverso, la nanotecnología o la democracia parecen ser conquistas mayores. Medir el tiempo para el único animal mortal es tanto como cumplir el imperativo que advertía la entrada del templo de Apolo en Delfos: conócete a ti mismo. Porque acceder al conocimiento del pasar de los segundos para un animal que los tiene contados es un acto de dignidad, sabiduría y prudencia.

Antiguamente los seres humanos midieron el tiempo observando la rotación de los astros. Es decir, admirando la creación de un Dios o un arquitecto perfecto al que, no en balde, después compararon con un relojero. Pero llevar un reloj en la muñeca es portar un instrumento que permite descifrar el paso del tiempo a partir de un movimiento artificial y salido de la mano del hombre. El humano se hace humano midiendo el tiempo con el girar de unas agujas que él mismo ha facturado.

Por eso es casi un imperativo civilizatorio renunciar a la precisión digital o al reloj de cuarzo y pila, porque en el reloj mecánico se atraviesa el límite que un día pareció imposible: la constitución de una solidaridad irreversible entre la máquina inerte y la criatura viviente. Cada vez que nos movemos o en el instante en que le damos cuerda a un reloj, le estamos prestando una parte de nuestra vida a ese paradójico artilugio que acabará siendo un aliado de nuestra propia muert e. Animar una máquina es i nfundirle ánimo, aliento y vida. Eso hace del reloj el más digno parásito, pues nos brinda a sus huéspedes mucho más de lo que exige.

Pero la última importancia de un reloj mecánico, alejado de la exactitud de tantos otros instrumentos, es su desviación. Hay que llevar relojes precisamente porque fallan, porque el error mínimo en el calibre evidencia la condición providencial o azarosa de nuestra existencia. Ese segundo de más o de menos que nos regala es una ocasión para lo inesperado. Es casi una coartada para que en esos instantes fuera de carta pueda introducirse en nuestra vida el azar o la providencia. La contingente desviación o fallo del reloj es el último reducto de su gracia.

OPINIÓN

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2022-12-05T08:00:00.0000000Z

2022-12-05T08:00:00.0000000Z

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