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Tarradellas contra Pujol

POR FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS es doctor en Historia de la Universidad de Barcelona

LA Historia nunca se repite de la misma forma, pero sí es cierto que, en ocasiones, el presente rima con el pasado. Lo comprobamos ahora a propósito de las disputas internas dentro del independentismo catalán. Para los partidarios de Puigdemont, Oriol Junqueras, pese al tiempo que ha pasado en la cárcel, vendría a ser un traidor, un españolista. La rivalidad entre ambos líderes recuerda el antagonismo entre Jordi Pujol y Josep Tarradellas. Cuando este último regresó a Cataluña, en 1977, después de años en el exilio, no faltó quien le echara en cara una supuesta capitulación ante Madrid. En lugar de haber actuado como un De Gaulle, se habría limitado, tristemente, a ser otro Pétain. Los nacionalistas más radicales le reprocharon que a su vuelta se dirigiera al pueblo con una fórmula inclusiva, «ciudadanos de Cataluña», que reconocía la pluralidad del Principado. Desde esta óptica, hubiera sido más políticamente correcto que dijera simplemente «catalanes». Años después, cuando aceptó de la monarquía el título de marqués, le volvieron a acusar de haberse vendido al contrario. La pugna entre Tarradellas y Pujol, como nos muestra Joan Esculies en ‘Tarradellas. Una cierta idea de Cataluña’ (RBA, 2022), venía de lejos. En 1970, ambos se encontraron para tratar de la venta del archivo del aún presidente de la Generalitat. Éste, sin embargo, rechazó la oferta. Pujol amenazó entonces con cortar el grifo de unos créditos que se devolvían tarde o nunca. Tarradellas, ofendido, expresaría sus dudas sobre la viabilidad de la institución que representaba su futuro sucesor: «Mis temores de que Banca Catalana un día tenga y un fuerte tropiezo son hoy más convincentes que nunca, si tengo en cuenta lo que me dijo y lo que sé». El tiempo le daría por completo la razón.

Pujol representaba los intereses de la burguesía catalanista. Tarradellas, por el contrario, no deseaba vincular la reivindicación de la cultura propia con los sectores sociales acomodados. Temía que los trabajadores acabaran vinculando la reivindicación del idioma con sus adversarios de clase, con lo que, al final, podía generarse un inquietante movimiento ‘lerrouxista’. Fiel partidario del autogobierno catalán, rechazaba la tendencia de su oponente a buscar la confrontación con Madrid para sacar beneficios políticos del victimismo. No le parecía bien esconder la incapacidad propia echando la culpa al Estado de supuestas persecuciones y desprecios.

La suya era una Cataluña en la que podía caber todo el mundo, donde los políticos evitaran el peor peligro posible: «la tentación permanente de romper la baraja». Estas últimas palabras, visto lo que ha sucedió después, resultan especialmente lúcidas y premonitorias. El catalanismo, a su juicio, debía fundamentarse en la unidad alrededor de las instituciones. Eso implicaba rechazar proyectos utópicos que solo engendrarían división en el cuerpo social. Para él, lo esencial era progresar en el autogobierno. Las etiquetas, fueran las de ‘federalista’ o ‘Independentista’, carecían de importancia. Cataluña, como parte del Estado, debía aceptar ciertas obligaciones. Madrid, a cambio, tendría que respetar determinados derechos. Podemos estar de acuerdo o no con Tarradellas, pero está claro, desde cualquier perspectiva posible, que no era ningún ‘botifler’. La cuestión, tanto en su época como en la nuestra, sigue siendo la misma: cómo representar a una Cataluña diversa sin creerse su único propietario.

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2023-02-01T08:00:00.0000000Z

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