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El purgatorio del sueño americano

Miles de inmigrantes, en su mayoría venezolanos, acampan en la frontera con EE. UU. a la espera de lograr un visado

FRANKLIN VILLAVICENCIO

Alas orillas de una de las demarcaciones del río Bravo, en la localidad de Matamoros, Tamaulipas ( México), se erige un campamento de inmigrantes que tiene el tamaño de dos campos de fútbol. Dentro de él hay un número imposible de calcular de tiendas de campaña y carpas improvisadas que, a duras penas, cubren del sol y de la lluvia. Están alrededor de uno de los lados del larguísimo río Bravo, con una vista hacia l a ciudad de Brownsville. «Estoy a quince minutos del otro lado, pero estar aquí es una eternidad», dice Alejandro Bendaña, venezolano de 63 años.

A su edad pasó, dice, unos 15 días en la selva del Darién, una región frondosa y muy dura para transitar a pie, pero que decenas de miles de inmigrantes cruzan con el objetivo de enrumbarse hacia Estados Unidos. Aquí, en el campamento, nadie pone en duda el llamado ‘sueño americano’, ese que los hace un día levantarse de la cama, vender todo –hasta propiedades– y financiar un viaje que también tiene algo de onírico. Las tres mil personas que habitan el campamento –en su mayoría venezolanos como Alejandro– tienen la intención de llegar, pero ninguno cuenta con la seguridad de poder lograrlo.

La hija de Alejandro, Natalia Bendaña, de 35 años, le dijo «nos vamos para Estados Unidos» . Él pensó que cruzar sería fácil. Que llegaría a la frontera y que estaría abierta. No fue así. La f rontera no está – ni ha estado– abierta para los inmigrantes, pero, pese a ello, muchos llegaron creyendo eso. Los venezolanos como Alejandro buscan nutrir sus esperanzas de alguna forma. En el campamento, la información es poder. Y los rumores son el pan de cada día.

«Chamo –una expresión venezola

na de cercanía–, dicen que el martes van a dejar pasar a un montón de gente. ¿Qué sabes tú de eso?», pregunta un grupo de jóvenes venezolanos que no superan los 35 años de edad. Lo hacen con la intención de creer que un periodista puede tener las respuestas. Los rumores –la mayoría de las veces invenciones y desinformación– corren como la pólvora y nutren las esperanzas de muchos que se aferran a ellos.

Tan cerca y tan lejos

Pero la realidad en Matamoros es otra. La ciudad se ubica en la frontera noreste de México, y es considerada como una de las zonas más peligrosas de todo el país, debido a la presencia de cárteles. La tensión se siente en el corazón de esta localidad, en su centro histórico, que se apaga y se queda vacío a partir de las ocho de la noche, cuando el sol se oculta. Los ciudadanos se encierran al igual que las tiendas y restaurantes. Incluso, un viernes y sábado por la noche la vida nocturna es escasa. El control del crimen organizado, de acuerdo con los habitantes y activistas, es prácticamente transversal. Lo saben los conductores de taxis, quienes conocen en qué zonas sí pueden recoger a pasajeros y en cuáles no. Lo saben también los inmigrantes, que temen ser víctimas de un secuestro.

«Por acá se escucha que en la calle se han llevado a la gente», dice otro del grupo de jóvenes venezolanos que se sientan a ver la vida pasar en la entrada del campamento. Uno de ellos tiene un puesto de carga de teléfonos celulares. Cobra diez pesos mexicanos, unos 0,53 euros. Los móviles son una de las herramientas más preciadas, porque a través de ellos la mayoría ha logrado realizar su cita en la aplicación CBP One, del Gobierno estadounidense. La habilitación de esta herramienta permite, según las autoridades, una migración «ordenada y segura». Sin embargo, los tiempos de espera son demasiados largos.

Por ello, Alejandro, a sus 63 años, dice que está tan cerca y a la vez tan lejos. Todos los días observa la orilla del río. Su carpa queda en uno de los extremos del campamento. Es abierta y solo cubre la parte superior un pedazo de plástico negro sujetado a través de estacas. Cuando llueve, se moja. «Estoy a 15 minutos desde acá, pero ya llevo 15 días. Han sido los 15 minutos más largos de mi vida», asegura el hombre.

El trayecto de los venezolanos representa la ruta migratoria más larga del éxodo latinoamericano. Así lo confirma una familia conformada por Elena González, Raúl Rodríguez y su hijo menor de siete años. Ellos viven más alejados de la tienda de Alejandro, en otro de los márgenes del río. Junto a tres salvadoreños y una nicaragüense han hecho su comunidad. Todos permanecen en tres tiendas, en mejores condiciones que Alejandro. Al menos no se mojan cuando llueve. Cruzaron el temido Darién, y Elena cuando describe lo que vivió solo dice: «Ay no, eso fue horrible, horrible, horrible». Guarda silencio un momento, y desde una hamaca, frente a la tienda mientras mira el río, agrega: «Es que para saber lo terrible que es, tiene que vivirlo». La selva del Darién, una franja que divide Colombia y Panamá, es considerada un tramo mortal. Los cadáveres de personas que no lograron quedarse, debido a que se accidentaron en el terreno o fueron asesinadas por las mafias, son muy comunes de ver a lo largo del trayecto. «Y uno siente que jamás sale de ahí», remata la mujer.

Solo en 2022, la Agencia de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) registró 187.716 detenciones de venezolanos en la frontera sur de EE.UU. La cifra más alta en los últimos tres años. En el campamento también es común ver a cubanos, aunque no son mayoría. De esta nacionalidad, CBP reportó en 2022 unas 220.908 detenciones. Las personas de ambas nacionalidades huyen de los regímenes autoritarios que gobiernan en sus países, y que han sumido a su población en una crisis política y económica que pareciera no tener fin.

Gladys Cañas, de 55 años, maneja una oficina diminuta en la que intenta apoyar a los casi tres mil inmigrantes que ella calcula están en Matamoros. A diario, unas 80 personas se amontonan en la entrada con el fin de tener una cita con ella, a quien llaman «licenciada», porque así le dicen a los abogados en México. Gladys, a pesar de que no es nativa de Matamoros, tiene toda su vida ligada a su trabajo.

El llanto atorado

Los recursos económicos y humanos son tan limitados que solo puede atender a 20 personas al día. «Son personas que tienen siempre el llanto atorado. Todos tienen una historia, todos tienen algo qué contar, pero no damos abasto. Ni nosotros ni el Gobierno» , dice Gladys, cuyo rostro presenta ojeras visibles a pesar del maquillaje que lleva. Está cansada, y lo dice. El día que brindó la entrevista visitó el campamento y formó un escuadrón de limpieza. Toda la zona es insalubre. Los 18 baños portátiles colocados en toda el área permanecen malolientes y sucios. Las enfermedades estomacales y otras, como el dengue, son comunes. Dicen, incluso, que muchos han reportado la presencia de cólera, una enfermedad que hace décadas redujo su nivel de mortalidad, pero que se desarrolla fácilmente en esta zona.

El río también está contaminado, pero a pesar de ello, las personas se bañan y lavan ahí. El agua potable es escasa y se debe comprar en una tienda de conveniencia. «Este año ha sido uno de los más altos de la inmigración en Matamoros, pero las condiciones son las mismas. Están en un campamento en condiciones insalubres. Es un lugar desurbanizado, pésimo», agrega.

A pesar de ello, dentro del campamento se ha instaurado una comunidad. El fin de semana los más chicos juegan con el balón y levantan polvo. Los mayores se cortan el cabello en unas barberías improvisadas colocadas a lo largo de la zona. Incluso, algunos cobran 70 pesos –3,73 euros– por un corte. Muchos así sobrellevan su economía. Son testigos de que la vida sigue y se acomoda a pesar de todo.

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