Además de cazador, soy pescador de trucha y salmón a mosca. Desde hace décadas, la tendencia general ha sido soltar los peces de nuevo al agua tras ser pescados como respuesta al declive de las poblaciones de salmónidos en nuestras aguas, lo que es en unas ocasiones una opción personal y en otras una obligación impuesta.

Aunque practico la captura y suelta, reconozco que este tipo de pesca, digamos meramente deportiva, y el hecho de no llevarme ningún pez a casa, han provocado en mí una clara pérdida de motivación; y admito que sin esa recompensa me resulta algo descafeinada la experiencia.

Con la caza, por razones obvias, no tengo ese problema y el colofón en el plato está asegurado. Sin entrar en sus implicaciones medioambientales, esa es una de las diferencias que encuentro entre los deportes y la caza: mientras que los objetivos de los primeros son inmateriales, los del cazador se concretan en la obtención de animales y su traducción en carne.

Me niego a admitir que cazo por deporte, el componente lúdico sin el anhelo de un rédito no tiene sentido para un cazador.

Ese componente pragmático es el que demuestra tener un amigo mío, que no es cazador, cuando dice que no entiende que, en el Tour de Francia, un grupo tan numeroso de ciclistas recorran el país entero sin que ninguno haga ni siquiera un simple porte.

Por otro lado, que la práctica de la caza requiera un esfuerzo físico no puede servir de argumento para considerarla un deporte, como tampoco lo son por ello las actividades reproductivas o el trabajo en la mina, por poner un par de ejemplos.

Los deportes pueden practicarse por simple amor al arte, es decir, por deporte, también por competir o como un juego; otra razón para excluir a la caza de este conjunto de actividades, ya que la caza se come y, como decía mi abuela, «con las cosas de comer no se juega».