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Calor

Parece que ahora el uso del aire acondicionado expresa una forma ideológica de estar en el mundo

MANUEL VILAS

Estoy de viaje por Estados Unidos y de repente me acuerdo de la nueva medida del Gobierno de Pedro Sánchez de prohibir el uso del aire acondicionado por debajo de los 27 grados en verano y la calefacción por encima de los 19 grados en invierno. Me acuerdo de dicha medida porque parece que Estados Unidos sean las antípodas de España. Aquí tienen, en este justo momento en que abro la puerta de un bar con el ánimo de comerme una hamburguesa, el aire acondicionado a 19 grados. El impacto es terrible. Estoy en Boston, en el Estado de Massachussets. Fuera, en la calle, hay 34 grados. Dentro, en el bar, 19 grados. Parece que el uso del aire acondicionado ahora expresa una forma ideológica de estar en el mundo. Tienes que llevarte un jersey para entrar en los museos, en los restaurantes, en las tiendas. Nos alojamos en un hotel en donde el aire acondicionado funciona de oficio. No puedes apagarlo aunque quieras, como si los dueños de esta cadena hotelera pensaran que ningún ciudadano, en su sano juicio, querría apagar jamás el aire acondicionado. Total, que tenemos que estar en la habitación con una chaqueta y dormir con un edredón.

Aquí, en Estados Unidos, la electricidad es barata y la derrochan. En España es carísima y nos la controlan. Digo yo que podría haber un punto medio. Por ejemplo, prohibir el aire acondicionado por debajo de los 25 grados en España y por debajo de los 21 en Estados Unidos. Dos grados de aportación de cada país al bienestar planetario. Fueron los americanos quienes comenzaron la carrera imparable del uso de las refrigeraciones, y lo hicieron hace cien años, en la década de los veinte del siglo pasado. La razón no era estar más fresco y cómodo en verano. No, eso es no conocer Estados Unidos. La razón era no tener excusas de ningún tipo para dejar de trabajar en verano. Era como decirle a la naturaleza que daba igual que se pusiera a 40 grados en verano o 40 bajo cero en invierno. Era domar a la naturaleza y seguir trabajando con calor y con frío. Los autónomos españoles, que no tienen vacaciones nunca, saben muy bien que en agosto no hay descanso para ellos. Ya lo dijo Nietzsche en su célebre sentencia: «El calor es enemigo de la civilización».

Me acuerdo ahora del Seat 600 de mi padre, cuyo aire acondicionado era la ventanilla abierta. Antes el calor era una fuerza natural del verano. Ahora el calor es hijo del cambio climático. El de ahora no es aquel calor de todos los veranos, el que convertía la vida en una fiesta nocturna. El de ahora es el infierno.

Lo llaman «desjudicializar» cuando quieren decir que están dispuestos a procurar la impunidad de delincuentes presuntos o convictos que hicieron que la (mala) política se adentrara en el terreno del Código Penal con un demencial proceso secesionista. Es el mismo mecanismo de deconstrucción y banalidad que ha llevado al nuevo portavoz parlamentario del PSOE, Patxi López, a sostener que la malversación en el ‘caso de los ERE’ en Andalucía bajo la Junta socialista fue, en realidad, un procedimiento para que las ayudas se tramitaran más rápidamente. Esta perversión del lenguaje para ocultar y distorsionar es orwelliana, pero más de la que retrata Orwell en ‘Rebelión en la granja’ que en ‘1984’. No se trata ya del ocasional eufemismo defensivo admisible en la dialéctica política, sino de una perversión argumental que el Gobierno eleva un día sí y otro también a eje de su política y su comunicación.

En un Estado de derecho resulta insólito que se alcance un compromiso político de «desjudicializar» las responsabilidades en que incurrieron los promotores del ‘procés’. En qué consiste eso de «desjudicializar» y cómo pretenden socialistas e independentistas catalanes llevarlo a cabo son las cuestiones esenciales a las que habría que responder de una manera que encajara en los parámetros de un sistema democrático. Porque la propia palabreja expresa exactamente la operación en marcha, que consiste, por una u otra vía, en privar a la justicia de su poder para juzgar y hacer cumplir lo juzgado.

La desjudicialización a la que se alude no es más que un compromiso de impunidad con el reencuentro entre Cataluña y España –así se formula– como coartada política con pretensiones de legitimación moral. El procedimiento más obvio y descarado ha sido el de los indultos de los condenados por la sedición del 1 de octubre de 2017, una medida vigorosamente rechazada por el Tribunal Supremo con los que el Gobierno no se ha recatado de sugerir que se trataba de una decisión que venía a corregir una condena excesivamente dura. El segundo procedimiento queda confiado al activismo de la Fiscalía, politizada como nunca hasta ahora y alineada con la estrategia política del Gobierno en relación con el tratamiento judicial del proceso independentista. Ha ocurrido con Dolores Delgado y ocurrirá con su sustituto. Negarán presiones políticas. En realidad, no las necesitan, ya que la condición necesaria para su nombramiento es la sintonía con la pretensión gubernamental de liquidar la actuación del Estado de derecho contra los secesionistas con un cálculo temporal medido y guardando mínimamente las formas.

Respondida por el mismo Sánchez la pregunta sobre de quién depende la Fiscalía –«¡pues eso!»–, el tercer procedimiento es, ahora, adaptar la renovación del Tribunal Constitucional a ese objetivo de desjudicialización, asegurando nombres dispuestos a mancharse las togas con polvo del camino –en la conocida imagen del ex fiscal general y presidente del TC deseado por los socialistas tras su futura renovación, Cándido Conde-Pumpido– para que actúen como cancerberos de último recurso para deshacer lo que decida la justicia. Es desolador que se asuma con la naturalidad con que se está haciendo que si se produce una determinada configuración del Constitucional se aprovecharán los recursos de amparo como vía encubierta de indulto, incluido de paso el de José Antonio Griñán.

Y queda, por fin, la reforma legislativa: puesto que los resultados están predeterminados por el Gobierno, se ajustan las reglas como haga falta para asegurarse de que dichos resultados se producen. Por ejemplo, si se reforman los delitos de sedición y rebelión para rebajar su penalización, Puigdemont y los compañeros de fuga quedarían más que aliviados de su carga penal y podrían ver con otra cara la eventual decisión de los tribunales europeos y belgas de entregarlos a la justicia española o incluso podrían decidirse a venir antes por decisión propia. Por cierto, deberían ahorrarnos esa cantinela falsa de que tenemos que alinear los tipos de la sedición y la rebelión «con Europa» porque no existe tal uniformidad, ni hay un tipo europeo de estos delitos.

Tanto empeño de los secesionistas y del Gobierno socialista en su enmienda a la totalidad de la reacción frente a lo ocurrido en Cataluña viene a demostrar que la ley, lejos de ser un obstáculo, es el mejor tratamiento. El artículo 155 de la Constitución se aplicó. A mi juicio, tarde, pero se aplicó. No se produjo ese Vietnam político que algunos presagiaban. A los responsables de la sedición se les juzgó y condenó. Vimos entonces que estos personajes carecían de épica. Simplemente mintieron.

OPINIÓN

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2022-08-10T07:00:00.0000000Z

2022-08-10T07:00:00.0000000Z

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