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Albert Camus es un escritor que siempre me ha acompañado. El Extranjero es una de las mejores novelas que he leído. Quizá por eso esta mañana me he ido de cabeza a la entrevista que publica La Vanguardia a una de sus nietas. El titular llama mi atención: “Me impongo ver belleza en todo desde que abro los ojos”. Está bien. Reconozco que es difícil conseguirlo, pero siempre es una forma de procurar que el mundo sea mejor de lo que es. Yo no logro ser tan constante como para que los días sean iguales y tengan el mismo valor de optimismo. Confieso que me esfuerzo para que sea así. Caída tras caída en los brazos del desencanto, mi entrenamiento consiste en no salirme del camino, con esa torpeza que da guiar el cochecito en la pantalla cuando voy a renovar el carnet de conducir. Entro y salgo de la senda y el monitor me dice que no pasa nada, que está bien, y eso me da la confianza de considerar que no hace falta ser campeones para andar airosos por la vida. Cada cual se conforma con lo que tiene y esa es, para mí, una forma de apreciar la belleza en lo que más abunda, que es la imperfección. Esto lo puedo resumir en una de las frases de Elisabeth MaisondieuCamus refiriéndose a su abuelo: “Su mirada aprecia la belleza de la humanidad y del mundo a pesar de todas las miserias”. El escritor odiaba a los extremos, tanto a fascistas como a comunistas, por eso no contaba con la confianza de ninguna de las dos facciones; más o menos como me ocurre a mí. Camus era de su madre, una española de Mahón, de nombre Catalina Sintes. Ella lo dio todo por él y él llegó a decir que entre la justicia y su madre se quedaba con su madre, cuando ésta estaba en peligro por las bombas de los anticolonialistas argelinos. No sé qué tiene esto que ver con la indolencia del protagonista de El Extranjero que, en parte es condenado por no haber llorado en el entierro de su madre en un asilo. Recuerdo la escena del asesinato de un joven en la playa de Argel, con el sofoco de la calima y un cuchillo brillando ante un sol anaranjado y sofocante. La primera vez que lo leí aprecié un ramalazo de belleza en una escena tan desangelada y miserable. Quizá ahí se halla lo que intenta decirme su nieta. Después habla de una ventana. No es la misma a la que yo me asomo cada mañana para tratar de ver al mundo, unas veces hermoso y otras gris y sucio, escondido detrás de las neblinas. Se refiere a la que está tras su entrevistador: “Hay una ventana y por ella veo una terraza, veo que hay un bambú de hojas muy verdes y soleado sobre un fondo de ladrillos rojos y un pedazo de cielo azul. ¡Cuánto lo disfruto!” Yo, como saben, tengo delante el techo del hipermercado, con sus lucernarios, como si fueran ventosas sobre la espalda de un enfermo. Las máquinas grises del aire acondicionado son los castilletes de una fortaleza moderna. El día está nublado en este comienzo de verano que no acaba de arrancar. Las grandes puertas metálicas se abrieron esta madrugada para recibir a los palets con las mercancías. Ahí voy por las mañanas a comprar los tomates para la ensalada. Cada vez están más caros. He visto la entrevista que le ha hecho Ferreras al señor presidente. Le ha preguntado sobre el IPC al 10,2 % y ha respondido que esa es la demostración de la idoneidad de las medidas adoptadas contra la crisis económica, porque, de no haberlas aplicado, sería superior al 15 %. He sonreído, igual que la nieta de Albert Camus, porque es mejor ver el lado bueno de la vida y encontrar la belleza en los techos impersonales del hiper, aún a sabiendas de que todo lo que se vende dentro está cada vez más caro. A Camus lo atropelló un coche en 1960. Yo tenía entonces 18 años y ya había empezado a leerlo.

vivido una semana política trepidante. La Cumbre de la OTAN celebrada en Madrid ha sido un éxito en organización y desarrollo. También en materia de geopolítica pues el mundo ha visto cómo una treintena de países cuyo sistema de valores basados en la democracia y el respeto a los Derechos Humanos han decidido fortalecer sus capacidades militares para hacer frente a la amenaza real que supone la política agresiva de Rusia y a la incertidumbre que se deriva de la estrategia de China. La cumbre pasará a la historia de la Alianza Atlántica como la ocasión en la que desde una posición firme y nada retórica -lo prueba el acuerdo para admitir el ingreso de Suecia y Finlandia - se ha enviado un mensaje de fortaleza en la defensa de la integridad del territorio de todos los países que la componen. Antes de la invasión de Ucrania por las tropas rusas la OTAN atravesaba por un período de decadencia existencial. Donald Trump, el anterior presidente de los EE.UU., había amenazado con desentenderse del vínculo atlántico alegando que su país no podía seguir asumiendo la mayor parte del presupuesto de la Alianza. Pedía más implicación económica. A España, por ejemplo, le correspondería un 2 % del PIB (ahora apenas aportamos el 1.02 %). El grado de desapego era tal que llevó al presidente francés Emmanuel Macron a hablar de “muerte cerebral” de la OTAN. Pero la guerra lo cambió todo. Basándose en el precedente de la ocupación de Crimea que apenas generó reacciones, Putin erró en sus cálculos al substimar las que provocaría la invasión de Ucrania. Su error ha sido grande pues lo que hace tres meses habría parecido una quimera, hoy, tras lo acordado en la Cumbre de Madrid, la OTAN sale unida y fortalecida en sus capacidades militares tras la aceptada adhesión de Suecia y Finlandia, dos países que cuentan con ejércitos modernos y potentes. El único aspecto negativo asociado con la Cumbre -por lo que tiene de mensaje de incertidumbre- es que hemos vuelto a la Guerra Fría. Pero los hechos son tenaces. Ha sido la guerra real en Ucrania la que lo ha cambiado todos.

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