Kiosko y Más

Una lengua, ¿dos o tres literaturas?

La España que llega a América es una España mestiza

ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

En la larga historia de la literatura en nuestra lengua, nada más fascinante que los cronistas de Indias: ese esfuerzo de transmutar imágenes inadmisibles en frases concretas para el lector de ultramar ya era de por sí un enorme desafío literario. Al verla por primera vez desde una colina, Bernal Díaz del Castillo describe Tenochtitlán como siete veces Sevilla (para entonces el más grande puerto de Europa). En la enorme explanada también ve las pirámides aztecas, que a falta de mejor nombre describe como mezquitas. Se entiende que, para una mente medieval, la otredad fuese el mundo árabe. Muy pronto, un principio de semejanza y diferencia se apropia de las descripciones: Huamán Poma de Ayala, por ejemplo, al ver por primera vez una guanábana la define como un melón (semejanza), pero de inmediato añade “pero con labores sutiles” para referirse a las escamas que engalanan su piel verdosa (diferencia). Estos primeros escritores estaban conscientes de que sus lectores estaban allende los mares, y para esos ojos curiosos escribían. Habrá que esperar la llegada del período colonial para que escritores y lectores conviviesen en el mismo suelo.

La España que llega a América es una España mestiza: también es árabe, también es sefardí; llegamos al siglo XVIII y también es vasca o catalana. La Compañía Guipuzcoana, por ejemplo, monopolizó todo el comercio desde México y Venezuela hacia España por largas décadas. Cuando en los albores del siglo XX, para bien o para mal, el mexicano Vasconcelos acuña el mote de “raza cósmica” se refería a una suma de mestizajes. A la de la España mestiza se agrega la compleja cultura amerindia, con catedrales del conocimiento tan refinadas como la civilización maya, y por supuesto todos los pobladores de origen africano, que cambian por completo la realidad cultural de las extensa cuenca caribeña. El afán de mezcla puede llegar hasta el siglo XX, cuando las sucesivas oleadas de migrantes europeos, forzados por las guerras, pueblan las crecientes capitales hispanoamericanas: de entrada, españoles, portugueses e italianos, pero luego centroeuropeos, judíos, libaneses, sirios o chinos. Esta tradición del mestizaje continuo, sin nunca olvidar los períodos trágicos y los desaciertos políticos tan propios al continente, tiene en el ámbito cultural su mejor expresión, y específicamente en la literatura una herramienta de afirmación y madurez que evoluciona día tras día. Es cierto que el período republicano se acerca a dos siglos, pero ya en el período colonial (recordemos a Andrés Bello), como cronistas de nuevo cuño, hacíamos el inventario de la flora, de la fauna, de las leyes, de la educación, de los modos de urbanidad, de los caminos y puentes. El escritor hispanoamericano vive hoy un presente muy activo, y nunca se acompleja de no tener pasado: para él, gracias al mestizaje, un poema de Quevedo o el Amadís de Gaula son tan propios como para el peninsular más acérrimo. Basta escuchar o leer la lengua propia para experimentar un profundo sentido de pertenencia. Las madres venezolanas, cuando ven llegar a sus hijos mojados por las fuertes lluvias tropicales, apenas entran a casa les dicen: “¡Mijo, estás emparamado!”. Esa palabra, páramo, viene de los íberos, es anterior a la ocupación romana en la península, y ha viajado por el espacio y el tiempo hasta refugiarse en los Andes

mos mantener hasta hoy. Esta contemporaneidad no se había conseguido en los siglos anteriores (siempre reinaban los desfaces) y por primera vez pasábamos a un orbe supranacional. A la derrota española en el campo geográfico, se superponía la ganancia de una literatura única y a la vez diversa: no importaban ya las fronteras si en el plano del habla y la escritura éramos iguales.

Así, de manera cadenciosa, el contrapunto comienza a escucharse como una sinfonía en la que cada quien toca su instrumento. La Generación del 98, por ejemplo, fue fundamental para los autores del Modernismo hispanoamericano: primer gran movimiento, claramente autónomo y renovador, que ya no era receptor de influencias sino más bien promotor. El influjo de sus poetas, desde distintas capitales hispanoamericanas, fue determinante para la prodigiosa Generación española del 27, o dicho de otra manera: García Lorca es incomprensible sin su antecesor Rubén Darío: la floritura verbal del andaluz ya estaba en el nicaragüense. Luego los poetas de la Generación del 27 fueron esenciales en las vanguardias hispanoamericanas: Neruda, Vallejo e Huidobro bebieron de esas fuentes. En el campo narrativo, después de la novela regionalista americana de los años 30 y 40, alimentada por aquella premisa de “civilización o barbarie”, el llamado boom novelístico de los años 60 fue determinante para todos los novelistas españoles nacidos de los años 50 en adelante.

La tesis del contrapunto, que ha concebido la literatura escrita en español como un tejido único, como un territorio sin fronteras, que se alimenta a sí mismo con sus propias influencias, ha sido una realidad palpable y estable durante todo el siglo XX y un poco más. Su solidez tiene que ver con que las motivaciones han sido esencialmente culturales: son los autores y sus obras, son sus posturas de innovación y sus apuestas vanguardistas, son los libros que circulan libremente entre los países, son los públicos que cada vez aspiran a más, son los congresos y seminarios y ferias libreras que se convocan para todo el continente verbal, son las iniciativas de imaginar una Biblioteca de Babel donde estén publicados absolutamente todos los libros que se han escrito en nuestra lengua, lo que debería orientarnos hacia futuro. No se trataría de una empresa nueva, sino de continuar lo que ya venimos haciendo, siempre según Octavio Paz, desde la Generación del 98.

Creo que esta continuidad, sin embargo, esta concepción de mundo, esta visión de poner la lengua común como nuestra señal de identidad, a la luz del nuevo siglo, podría estar amenazada, y no precisamente por razones culturales. La política de dividir, y no de sumar, nos arruina; la pobreza creciente de nuestras sociedades nos arruina; los bajos índices de lectura nos arruina; los programas educativos que se olvidan de los libros nos arruina; la circulación de bienes culturales dentro de fronteras y no a todo lo largo de nuestra geografía nos arruina. Comenzamos a ver, lamentablemente, la irrupción de los particularismos, el replanteamiento de las fronteras, el auge de los nacionalismos o provincianismos, el parcelamiento de las tendencias o corrientes, el oficio literario concebido como una tarea de Narciso: no ya el estudio y la profundización, sino el arte ligero de ver y dejarse ver, esto es, las redes como el espejo vertiginoso de la autopromoción.

El contrapunto, por lo tanto, se ha quedado sin partitura: escasean los premios o reconocimientos iberoamericanos; desaparecen los proyectos enciclopédicos (como la Biblioteca Ayacucho); preferimos las literaturas nacionales y no las continentales. Un joven poeta español se jacta de no leer a Vallejo, un aprendiz de narrador en Quito no sabe quién es Antonio Muñoz Molina, una laureada poeta que recita en Barcelona afirma no haber leído a Blanca Varela. Antes éramos nadadores, y atravesábamos cualquier corriente, pero ahora parecemos náufragos, y además exhibimos nuestra ignorancia con orgullo. La riqueza de una literatura que se expresa en una misma lengua tiene que ver con la diversidad, con la originalidad, con la novedad, con una historia compartida: si así lo visualizaron los escritores de los siglos XIX y XX, ¿por qué no los del XXI? En este posible arreglo de cuentas, al concentrar más del 50% de lo que se publica en nuestra lengua, España tiene un papel decisivo, pero no sabemos si está dispuesta a ejercerlo. Quizás para la lógica de los conglomerados editoriales, Hispanoamérica sigue siendo un mercado, cuando debería ser más bien un interlocutor privilegiado. Pregunta: cuando nos toque relacionarnos con el mundo del futuro (nada auspicioso, por cierto), ¿nos conviene hacerlo con cincuenta millones de habitantes o con quinientos?

Si tenemos una sola gran lengua (la tercera más hablada del mundo), ¿vamos a seguir viviendo en los particularismos? ¿No es más fascinante pensar en un gran continente verbal, en una abrumadora cantidad de escritores, en un mercado mundial que debemos conquistar a punta de calidad e imaginación? Pero más allá de los desafíos económicos, es importante retomar la noción de una gran literatura escrita en una misma lengua. Debemos recuperar los contrapuntos, que son los que naturalmente nos enriquecen, y olvidarnos de los apellidos que nos traen los manuales escolares: literatura española, ecuatoriana o guatemalteca. Una sola lengua que nos remita no a dos o tres o cuatro literaturas, sino a una sola, global y comprehensiva: si no para las audiencias en general, sí para los escritores que reciben un legado milenario: Quevedo es tan de todos como Doña Bárbara; la extrañeza de Felisberto Hernández recuerda a la de Ramos Sucre.

Nos están faltando encuentros hispanoamericanos, cuando antes eran recurrentes. El careo entre las dos orillas se hace indispensable, porque al final deberíamos urdir una sola literatura, un solo cuerpo lleno de múltiples extremidades. Foros como el que se convoca en La Palma a fines de septiembre, ya en su cuarta edición, y que lleva por nombre Festival de Escritores Hispanoamericanos, acierta cuando reúne las dos orillas para formar una sola playa, pero deberían ser muchos más los foros que propicien esta discusión, en Tegucigalpa o Tucumán, para resucitar esos contrapuntos que eran tan comunes en tiempos de Rubén Darío y Leopoldo Lugones. Ese despertar literario, mucho más revelador que las situaciones políticas de nuestros países, es lo que nos debería animar para construir otro futuro, donde al menos la cultura tenga un papel redentor.

Una lavandera de origen africano, descubierta en 1921 a orillas de un río por el etnólogo venezolano Juan Pablo Sojo, cantaba a capela esta cuarteta: “Agua que corriendo vas/ por el campo florido./ Dame razón de mi ser/ ¡mira que se me ha perdido!” El río como imagen fiel del tiempo, ¿no es un principio de Heráclito? Los contrapuntos culturales son más frecuentes de lo que imaginamos. Estamos obligados a despejar nuestras mentes y encontrarlos más cerca de lo que creemos

EL PERSEGUIDOR

es-es

2022-09-25T07:00:00.0000000Z

2022-09-25T07:00:00.0000000Z

https://lectura.kioskoymas.com/article/285207311897106

ABC