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La más grande

Ianko López TEXTO Yago Castromil FOTOGRAFÍA

La colección de Helga de Alvear se ha emancipado: ahora vive en Cáceres, en el Museo de Arte Contemporáneo Helga de Alvear. Un hito propio de una galerista fundamental

LO PRIMERO QUE HACE Helga de Alvear (Kirn, Alemania, 85 años) al ver a un conocido es hablar de la última pieza que acaba de comprarse. Y siempre acaba de comprarse una. Esta vez es una instalación del artista minimalista francés Daniel Buren. La señala en el catálogo que saca de un cajón de su despacho. “Me han hecho un superprecio”, aclara (también me dice cuál). Ella tiene ahora su propio museo en Cáceres, y está donando por partes a la Junta de Extremadura una colección de arte acumulada durante décadas, unas 3.000 piezas: ha entrado en el noble y reducido olimpo de coleccionistas que regalan su catálogo al público. Pero sigue comprando a un ritmo frenético. Eso tiene un nombre, y ella misma lo pronuncia. “¡Claro que coleccionar arte es una droga! Sobre todo para el bolsillo”.

Siguiendo con el paralelismo, dicen que la regla de oro de los traficantes es no hacerse adictos al producto que venden, pero ella la incumple flagrantemente. Le pregunto si no genera cierto conflicto acaparar dos papeles clave de la cadena alimentaria del mercado del arte, los de coleccionista y galerista, pero niega la mayor: “Siempre me quedo con una obra de mis exposiciones, pero espero al último día, porque el cliente siempre va primero. Nunca he competido con mis clientes. Sería muy feo”.

Galerista es desde que en 1980 se puso a trabajar para Juana Mordó, cuyo establecimiento acabó comprando. Todo el mundo pensaba que Helga era una asistente a sueldo –las broncas que Mordó le echaba sin cortarse un pelo alentaban el malentendido– cuando en realidad, financieramente, llevaba la sartén por el mango. Entonces estaba casada con el arquitecto cordobés Jaime de Alvear (fallecido en 2010), al que había conocido en una boda cuando aún se llamaba Helga Müller y era una veinteañera alemana de familia acomodada que estudiaba español. El trabajo le vino bien para evitar la previsible depresión: ella era, después de todo, una mujer europea y con cierto mundo trasplantada al corazón de la España franquista.

Entra un enfermero en el despacho. Va a hacerle una PCR, porque al día siguiente viaja al balneario austriaco que le administra su tratamiento anual de ozono. Su hermano, que está al frente de las empresas familiares, le cede un avión privado, a ella y su hija Patricia. “¡Vamos a ir las dos como Pretty Woman!”, proclama emocionada. Su auténtico momento Pretty Woman me lo contará un rato después. Fue cuando, durante una edición de la feria Art Basel en los noventa, entró en la caseta de una renombrada galería británica interesándose en una foto de Jeff Wall. “Me atendió un tío así, muy esnob. Le digo: ‘Esa foto la quiero yo’. Y él me responde que no está a la venta. Y yo: ‘¿Cómo? ¿La trae aquí y no la vende? ¡Eso no puede ser!’.

Y él: ‘Es que usted no puede pagarlo’. Me dio un precio absurdo, y yo le dije que trato hecho, que le daba un talón y me llevaba la obra. Y así fue. Eso sí, nunca más les he comprado nada a esos, aunque desde entonces me mandan propaganda y de todo. Es que cuando empiezas se creen que eres imbécil. En cambio, Rudolf Zwirner [fundador de la feria Art Cologne y padre del también galerista David Zwirner] me ayudó muchísimo. Una vez había siete obras que me interesaban, pero yo no tenía dinero para comprarlas. Me dijo: ‘Pues compra tres, y las otras te las guardo hasta el año que viene o cuando puedas’. De gente así he aprendido cómo hacer las cosas. Ahora su hijo David tiene como seis galerías.

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2021-05-29T07:00:00.0000000Z

2021-05-29T07:00:00.0000000Z

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