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PERDERSE (EN) EL MUNDO

Por Anatxu Zabalbeascoa

LA DIFERENCIA ENTRE perderse el mundo o perderse en el mundo es solo de dos letras, pero resulta radical traducida a la realidad. Es la misma distancia, de centímetros pero casi infinita, que nos sitúa a un lado u otro de un muro, o de la valla de un jardín. Estamos acostumbrados a ver las ventajas de quienes quedan protegidos por una verja. Para entender las desventajas es necesario cambiar la protección por lo inesperado. La diferencia vuelve a ser radical. Históricamente, y aunque Aristóteles concedía gran importancia a la naturaleza, pensadores como Platón la desdeñaban. Con frecuencia, esta se relacionaba más con lo que se quería evitar conocer que con lo desconocido. La naturaleza era el peligro, lo impredecible, y por eso, la brujería. Así las cosas, quienes no sentían la urgencia de arriesgar solían caminar por un jardín, no por necesidad, sino por placer. Quien carecía de casi todo, en cambio, caminaba por los bosques, es decir, por la naturaleza. No por placer, sino por la necesidad de sobrevivir. ¿Quién se estaba perdiendo el mundo?

Si algo caracteriza a la naturaleza es la claridad. Es original y también impredecible. Sin embargo, es directa. No habla con metáforas. Si hiela, puede helar hasta matar. La muerte forma parte de la naturaleza. Hace poco más de un año habló claro. Y nosotros comenzamos a vivir una incongruencia: recibimos a la primavera en casa. No fuimos a su encuentro. La vimos desde la ventana. Cambió el tiempo (atmosférico) sin alterarnos apenas la vida. Eso es casi un oxímoron: la naturaleza no puede alterarse sin alterarnos. No podemos transformarnos sin transformarla. Aún así, no la hemos escuchado. La miramos y la admiramos. O la observamos y la tememos. Nos preocupa. No entendemos que ella será la que se quede. Está hecha de cambio y, al contrario de nosotros, de supervivencia.

Vagabundo viene de vagar. Y, cuando se cumplen dos siglos del nacimiento de Baudelaire, el poeta flâneur que, como “los verdaderos viajeros”, sólo partía por partir, no hace falta recordar que es necesario vagar para ver. Vagar es el ocio más caro, solo se puede pagar con tiempo. Thoreau escribió que caminamos por la calle, como Baudelaire lo hacía por París, en busca de encuentros y por el bosque, como él decidió hacerlo en Concord, en busca de soledad. Se trata de hablar con los demás o de hablar con uno mismo. De conocer o de conocerse. Otro poeta, el inglés William Wordsworth, encontró, sin embargo, un punto intermedio: los caminos. Con 21 años inició una caminata de 3.000 kilómetros. Explica Rebecca Solnit en Wanderlust –la biblia del caminar– que el autor de I Wandered Lonely as a Cloud” viajaba lejos del arte y la aristocracia y hacia la naturaleza y la democracia. Aunque advierte que “la naturaleza es una diosa peligrosa de entronizar”. Es eso. Frente a la postura paternalista que nos lleva a pensar que estamos destrozando la naturaleza, está la certeza, tal vez maternalista, de que destrozándola a ella nos destrozamos a nosotros. Si alguien nos observara desde el otro lado de la valla lo vería: vamos directos a la autoaniquilación. Marcuse lo escribió en 1964: “No se transforma sin transformarnos”.

Temer destrozar la naturaleza es de una ignorancia a la altura de nuestro egocentrismo. “Como una planta está prisionera del tiesto que la contiene, el hombre acaba siendo prisionero de sí mismo. Y su pensamiento solo puede morir lentamente a menos que sea una planta muy fuerte que al crecer pueda romper su recipiente, salir de sí misma y hundir entonces sus raíces en la tierra”. Ahora es D.H. Lawrence, que murió de tuberculosis a los 45 años, el que viene al rescate. Lawrence había estudiado a Baudelaire. Conocía el secreto: “El amor es la necesidad de salir de uno mismo”, es eso lo que rompe la maceta. También Chantal Maillard habla de amor cuando insiste en pasar de una ecología a una ecosofía. Nos insta a dejar de pensar que la naturaleza nos pertenece para entender que le pertenecemos. Ya lo hizo María Zambrano cuando escribió sobre los claros del bosque para aprender a mirar. La lógica de la naturaleza es impredecible, nos recuerda el corto recorrido de nuestro control sobre las cosas. Y aún así, la necesidad de romper el tiesto para vagar, amar y, tal vez, arraigar.

Temer destrozar la naturaleza es de una ignorancia a la altura de nuestro egocentrismo

OPINIÓN

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2021-05-29T07:00:00.0000000Z

2021-05-29T07:00:00.0000000Z

https://lectura.kioskoymas.com/article/282256668412725

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