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CONTRA EL ARTE URBANO

Por Jordi Labanda

¿VE USTED UNAS ALAS DE ÁNGEL a tamaño humano pintadas en una pared y siente el deseo irrefrenable de hacerse un selfi? ¿Le atraen obras repletas de colores fluorescentes y/o con profusión de caligrafía? Al contemplar un faro de 1930 decorado con motivos ciberpop, ¿aplaude la iniciativa? ¿Considera que Banksy es un genio? Si responde afirmativamente a todo lo anterior, usted y yo no podemos ser amigos.

El grafiti no me vuelve loco. Vivo en Ciutat Vella, la parte antigua de Barcelona y que haya piedras de un edificio del siglo XV embadurnadas con aerosol me parece poco cívico por un lado y desasosegante por otro. Aun así, casi prefiero un grafiti de toda la vida a unas alas de ángel pintadas en la pared o a cualquier mural multicolor con reminiscencias al mundo del tatuaje y derivados. No me gusta el llamado arte urbano porque es blando, narrativamente cursi, fácilmente instagrameable. Aunque lo que de verdad me inquieta, me atormenta y me perturba es ver cómo ese tipo de arte se ha hecho un hueco del tamaño de tres campos de fútbol en la cultura mayoritaria y ha empezado a colarse en proyectos públicos. Arte urbano y arte público son dos cosas diferentes que a veces, a mi pesar, confluyen.

Arte público ha habido siempre. Arte urbano, no. Durante la flamboyante y despistada primera década del siglo, el calificativo “urbano” definía todo aquello que bebía del pulso de la calle y quería un puntito antisistema. La gente tenía ganas de ser rebelde porque lo rebelde siempre es sexy. Se empezó a hablar con desparpajo de moda urbana y de artistas urbanos. Todo lo que cupiera bajo ese paraguas se consideraba enrollado y antiburgués. Así, no resultaba chocante toparse en Colette con un matrimonio acomodado comprando una tabla de skate decorada por algún grafitero para darle un toque street al salón. Esta bromita pesada, lejos de haber sido pasto del olvido, echó raíces y floreció para convertirse en un elemento del paisaje.

Hoy el arte urbano llena galerías de arte y espacios públicos. Con lo de las galerías no me meto, cada uno es dueño de hacer con su dinero (y con su gusto) lo que le dé la gana. Si usted quiere tener una tabla de skate colgada en la pared no es mi problema. A mí me sangran los ojos con ese pseudoarte que se ha adueñado del espacio común gracias a alocadas decisiones políticas. No todo el arte público es urbano, pero por desgracia mucho arte urbano es público.

Vuelvo al caso del faro. Cuando el pasado verano saltó la polémica de que el faro de Ajo, en la costa de Cantabria, había sido intervenido por un artista urbano, ICON Design publicó un artículo promoviendo un debate sobre los límites de la interacción en el patrimonio cultural. Aunque el faro ya no sea noticia, no hay que dejar de hablar del tema. ¿A usted le parece bien que una atalaya de 1930 se haya disfrazado de mural cuqui para que la gente se haga fotos alegando que “solo era un cilindro blanco”? ¿Quién es más responsable de esta atrocidad, el muralista urbano o M. A. Revilla, a la sazón perpetrador del encargo?

A finales de 2020 decenas de Meninas de fibra de vidrio okuparon las calles de Madrid. Las esculturas fueron dekoradas por artistas en un caleidoscopio de estilos que iban del pop al punk naíf. Esta caterva de Meninas no ha aportado nada al arte pero imagino que sí mucho sonrojo a más de un viandante, al igual que pasó con unas vacas a escala 1/1 hace no demasiado tiempo. ¿En qué reunión urbanística se decide que algo así es algo genial? Me encantaría estar en una.

Por mucho feng shui que tenga usted y por muy meditado que salga de casa, pisar la calle y coexistir a la fuerza con obras de este calado hace que se le desalineen los chakras a cualquiera.

No todo el arte público es urbano, pero por desgracia mucho arte urbano es público

OPINIÓN

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2021-05-29T07:00:00.0000000Z

2021-05-29T07:00:00.0000000Z

https://lectura.kioskoymas.com/article/282265258347317

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