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La batalla por el Derecho

Los derechos y libertades de los ciudadanos se convierten en papel mojado cuando los tribunales y los órganos de control son colonizados y mediatizados por el poder político

JOSÉ LUIS MARTÍN MORENO Jurista y escritor

El Tribunal Constitucional (TC) ha declarado inconstitucional y nulo el confinamiento general de la población en la totalidad del territorio nacional, impuesto en el artículo 7 del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo. La sentencia no discute la necesidad, idoneidad y proporcionalidad de las medidas adoptadas para combatir la pandemia de la covid-19, pero sí rechaza el instrumento jurídico utilizado, por considerar que las constricciones extraordinarias a la libertad de circulación, residencia y reunión supusieron una suspensión de derechos fundamentales; suspensión

(y no mera restricción) que no encuentra cobertura constitucional en la declaración del estado de alarma («que no permite la suspensión de ningún derecho fundamental»), sino que habría exigido, según dicha sentencia, la declaración del estado de excepción.

A la ministra de Defensa, Margarita Robles, le ha dolido la sentencia. Ha sido una especie de aguijonazo a la gestión gubernamental de la pandemia. La ministra declaró a la Cadena SER (jueves, 15 de julio) que cuando uno está en el TC debería anteponer el «sentido de Estado» a las «elucubraciones doctrinales». ¡Caramba, doña Margarita! Nuestro sistema de libertades depende de lo que usted llama «elucubraciones doctrinales». También me siento aludido, aunque no esté en el TC. Hace catorce meses advertí en esta misma tribuna de opinión sobre la inconstitucionalidad de la regulación del Real Decreto 463/2020. ¿Carecemos también de «sentido de Estado» quienes entonces sostuvimos que la regulación del Gobierno desbordaba los estrictos límites del estado de alarma? No, eso no, ministra. Más justo sería afirmar que actuamos en conciencia, comprendiendo aquella fundamental afirmación de Kelsen sobre la identidad entre el Estado y el Derecho (quizá otros compartan las tesis schmittianas). Algunos fuimos más allá, postulando una rectificación, que no llegó. Lo que no acaba de comprenderse es que Félix Bolaños, ministro de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, y nuevo hombre fuerte del Gobierno, haya declarado que la sentencia del TC no obliga a tocar la Constitución (cierto) ni las leyes (en esto se equivoca; tome nota del dictamen 213/2021, de 22 de marzo, y de la sentencia del Tribunal Supremo 719/2021, de 24 de mayo). Como subrayé entonces («El estado de pandemia: una nueva categoría constitucional») la covid-19 ha roto las costuras de los sistemas constitucionales, pero la solución era y es bien sencilla; bastaría con modificar la regulación del estado de excepción en la Ley Orgánica 4/1981. La sentencia no hace arabescos doctrinales, sino que descansa sobre una fundamentación jurídica correcta, en términos generales, y no sobre divagaciones absurdas del TC, como podría deducirse de las palabras de Margarita Robles. Como ministra (y magistrada en situación de servicios especiales) debió abstenerse de realizar semejante descalificación sobre una sentencia que desconocía (es de suponer), ya que no se publicó hasta el lunes 19 de julio.

Lo cierto es que el TC intuía la bronca y por eso la sentencia pone la venda antes de la herida: «No es ésta la sede adecuada para resolver cuestiones teóricas […] pero sí para establecer pautas […] y criterios de actuación para el futuro». Y aquí es donde el TC ve clara la necesidad de diferenciar entre galgos y podencos, entre la constricción «de forma generalizada y con una altísima intensidad» de un derecho fundamental, que supone una suspensión, y su mera restricción.

Capítulo aparte merece el análisis de la filtración del voto particular del magistrado Cándido Conde-Pumpido, que se conoció –asómbrense– el 16 de julio, tres días antes que la sentencia, y ha creado un clima irrespirable en el TC. El plante de los seis magistrados a los que ofendió le ha obligado a rectificar, pero sigue leyéndoles la cartilla y lo hace recordándoles la cita de García Pelayo, el primer presidente del TC, cuando señaló que la función del tribunal es la de «resolver problemas políticos con argumentos jurídicos». Kelsen se habrá removido en su tumba. Sus críticos lo presentaban también como un teórico despreocupado por los problemas concretos y por la realidad, como un jurista ajeno a lo político, pero su teorización doctrinal lo convirtió en el gran arquitecto del exitoso modelo de control de la constitucionalidad que impera en Europa.

Lo más grave que hemos conocido estos días es que la vicepresidenta del TC, Encarnación Roca, cuyo voto resultaba decisivo, denunció ante el Pleno haber recibido presiones para inclinar la balanza a favor de la postura contraria a la declaración de inconstitucionalidad. Si se confirma esa noticia, lo menos que cabe esperar es que se abra una investigación con todas sus consecuencias y que cada palo aguante su vela. Los derechos y libertades de los ciudadanos se convierten en papel mojado cuando los tribunales y los órganos de control son colonizados o mediatizados por el poder político. La tentación es irresistible aquí y en Pernambuco.

Franklin Delano Roosevelt (FDR), el presidente más admirado de los Estados Unidos, intentó controlar el Tribunal Supremo después de que éste anulara por inconstitucionales diversas normas clave para la recuperación industrial y agraria del New Deal. La respuesta de FDR fue el ‘Court-packing plan’, una iniciativa legislativa para incrementar el número de magistrados del Tribunal Supremo con el fin de conseguir una mayoría amigable; seis magistrados-ventrílocuos, como se representan en la caricatura política, para evitar futuros reveses a la política legislativa del New Deal.

En su ensayo sobre ‘La esencia y el valor de la democracia’, Kelsen escribe que «el destino de la democracia moderna depende en gran medida de una organización sistemática de todas las instituciones de control». Si éstas sucumben la democracia no puede durar, muere por autodisolución. Por eso subraya que el principio de legalidad «excluye cualquier influencia de los partidos políticos sobre la ejecución de la ley por los tribunales o por las autoridades de la Administración». Sobre ese esquema se alza el TC, un órgano de control de la Constitución, una especie de legislador negativo que supera las limitaciones de la función jurisdiccional.

Nuestro TC responde a ese modelo; es el custodio de la Constitución y el garante último de los derechos fundamentales y libertades públicas; un guardián separado e independiente del Parlamento y del Gobierno, como preveía el modelo Kelseniano. Sus magistrados son «independientes e inamovibles en el ejercicio de su mandato» (art. 159.5 de la Constitución). Sólo podemos esperar que se cumpla la Norma Suprema. ¡Dejen en paz al TC! Absténganse unos y otros de intentar controlarlo; manténganlo alejado de las pugnas políticas. Siempre habrá quienes quieran enfangar al TC en la lucha partidista y estén dispuestos a echarle un pulso y a presionarlo para que sus magistrados se conviertan en ventrílocuos del poder político. Pero si dan ese paso no se olviden de los kelsenianos. Somos muchos y estamos decididos a dar la batalla por el Derecho.

OPINIÓN

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2021-08-01T07:00:00.0000000Z

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