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EXIGEN SILENCIO

Nuestro tiempo tiene sus Valera y sus Zorrilla, señores con presencia e influencia que prefieren el silencio de algunas mujeres y que, a veces, lo consiguen

EDURNE PORTELA

Se ha convertido en algo normal que señores columnistas de toda ideología (desde los que se autodenominan de izquierdas a los que visten brazo derecho en alto y camisa azul, pasando por el extremocentro) ataquen desde sus columnas de opinión a mujeres feministas que previamente han señalado algún tipo de injusticia, abuso o desigualdad, ya sea en sus propias columnas, en redes sociales o en cualquier medio de comunicación. Los ataques normalmente no están sustentados en una argumentación intelectual o política, sino que se centran en ridiculizar, humillar a la mujer señalada metiéndose con su físico, insultándola burdamente o incluso mintiendo sobre su vida o hábitos privados. Una vez publicada la columna, el señor de turno la comparte en sus redes sociales para que sus muchos y fervientes seguidores acaben su trabajo con una campaña de acoso plagada de insultos violentos entre los que hay amenazas físicas, a menudo sexuales, contra ella. Esto último, la utilización de la violencia sexual como amenaza, se da, diría que exclusivamente, contra las mujeres feministas.

La mujer entonces tiene tres opciones: responder y atenerse a la escalada de acoso e insultos, hacerse invisible (si puede) hasta que pase el vendaval, o callarse, incluso abandonar temporalmente o para siempre las redes sociales. Muchas optan por la tercera opción por salud mental y también por su integridad física. Esa reacción –miedo, silencio, abandono de un espacio público donde compartir su conocimiento y exponer sus opiniones– es exactamente lo que se espera de ella cuando se inicia el ataque.

Las herramientas a través de las cuales se expulsa a las mujeres del espacio público de discusión (transmisión digital de la información, redes sociales, viralización de mensajes) son nuevas, pero el empeño en silenciar la voz de la mujer discordante y la violencia con la que se lleva a cabo ese empeño no lo son. Es decir: el cómo se transforma, pero no tanto el qué y el por qué. Podríamos remontarnos a San Pablo, a esta famosa sentencia suya, exigiendo que «las mujeres guarden silencio en las asambleas, pues no se les permite hablar, sino que deben estar sumisas, como también dice la ley», o tantos preceptos eclesiásticos y tantas leyes civiles que han prohibido expresamente que la mujer tome la palabra en público; podríamos hablar de luchas encabezadas por mujeres en contra de estos silencios impuestos, pero no habría suficiente espacio en todo este periódico para hacerlo. Como señala Rebeca Solnit en su excelente ensayo ‘La madre de todas las preguntas’ (Capitán Swing): «La historia del silencio es fundamental en la historia de las mujeres».

Hemos sido entrenadas para no ocupar con nuestra voz espacios que tradicionalmente no nos han pertenecido, nos hemos sentido fuera de lugar al exigir que se nos escuche, pero somos ya demasiado conscientes de que tener una voz (hablada o escrita) es fundamental: es ser capaz de comunicar los propios deseos e ideas, es ser capaz de intervenir en el mundo. «El silencio es la condición universal de la opresión», señala Solnit, «el silencio ha sido la condición histórica de las mujeres». En España esa condición histórica no es tan lejana. Solo hay que recordar cómo Pilar Primo de Rivera, fundadora de la Sección Femenina de Falange, resumió en dos palabras el papel de la mujer para la España de Franco: «Abnegación y silencio».

¡Pero hemos avanzado tanto! La mujer es libre para decir lo que quiera, usted misma tiene esta tribuna, me dirán, tenemos ministras y mujeres en los más altos cargos políticos, periodistas en los espacios informativos más importantes, insistirán. Y faltaría más. Esto no significa, sin embargo, que todas las mujeres con poder sean feministas y usen su voz para señalar la opresión o la desigualdad (de género, clase, raza, etc.). Tampoco significa que las mujeres con poder que señalen injusticias no sean atacadas del modo anteriormente descrito, es decir, no a través de críticas centradas en su trabajo, su intelecto o su opinión, sino acosadas a través del insulto degradante y la humillación, con violencia. Les daré un ejemplo que no es actual pero que explica bien esta realidad y sus continuidades históricas. Emilia Pardo Bazán sufrió algo parecido a esto que describo hace más o menos un siglo.

Además de ser una excelente escritora de ficción, Pardo Bazán escribió numerosos artículos en defensa de la educación de la mujer y en contra del maltrato machista. Se postuló para miembro de la Real Academia Española en tres ocasiones y en las tres fue rechazada. No sabemos qué molestó más a los señores académicos, si su excelente escritura –de la que algunos mediocres de los que hoy ni siquiera recordamos el nombre debían sentir verdadera envidia–, sus opiniones sobre los derechos de la mujer o su tenacidad para ser considerada una escritora tan grande como lo fuera su querido Benito Pérez Galdós o su no tan querido Leopoldo Alas ‘Clarín’. En cualquier caso, la gallega tuvo que soportar que en la prensa cultural del momento la llamaran, entre otras cosas, «marimacho» y comentarios soeces como el de Juan Valera, quien denegó su ingreso porque «su trasero no cabría en un sillón de la RAE», o José Zorrilla, quien argumentó que las mujeres que escriben son «un error de la naturaleza».

Nuestro tiempo tiene sus Valera y sus Zorrilla, señores con presencia e influencia en el medio cultural y de opinión que prefieren el silencio de algunas mujeres y que a veces lo consiguen por métodos similares a los de sus antecesores. Si la mujer responde y lo hace con agresividad o con cierta desmesura (algunas estamos un poco hartas y se nos nota) nos invitan a relajarnos, a no ser histéricas. Hablamos mucho del ruido y la violencia que generan las redes sociales, pero la culpa no es del medio, sino de quien crea el mensaje sabiendo cómo se va a utilizar. Uno tira la piedra y no esconde la mano, sino que con su dedo señala a la víctima que hay que acosar, vejar y humillar, hasta que aprenda que si habla debe ser lo suficientemente inane como para no levantar la ira de un señor. «Es una verdad universalmente reconocida que a la mujer en posesión de una opinión le hace falta una buena corrección», decía Solnit con ironía sobre ese afán masculino de poner a la mujer en «su lugar». A veces esa corrección es simplemente irritante, pero en demasiadas ocasiones es extraordinaria y recuerda al escarnio público de antaño, cuando la mujer era avergonzada ante el pueblo por haber traspasado los límites de su espacio.

Las herramientas para expulsar a las mujeres del espacio público son nuevas, pero no la violencia para lograrlo

OPINIÓN

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2021-08-01T07:00:00.0000000Z

2021-08-01T07:00:00.0000000Z

https://lectura.kioskoymas.com/article/281934545990104

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