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El cielo de piedra... O de pueblos blancos, carreteras sinuosas y bandoleras copleras

ROSA PALO

Quejarse del calor en verano en el interior de Cádiz es para darte de bofetadas. Para darme, mejor dicho. Pues vayan poniéndose en cola, distancia social mediante, y atícenme los mismos sopapos que le pegaban a la tipa que sufría un ataque de histeria en ‘Aterriza como puedas’. Porque esto no hay cuerpo humano que lo aguante.

Son las diez y media de la mañana en Olvera y estamos a treinta y tres grados. Mientras las abuelas suben las cuestas con el carro de la compra y se agarran a las rejas de las ventanas para recuperar el resuello, los abuelos permanecen a la fresca en el interior del bar. ¡Ay, el heteropatriarcado rural! Ministra, que la lucha también está en los pueblos. Nosotros, en cambio, decidimos derretirnos los tres con pleno respeto a la igualdad de género paseando por Olvera, uno de los Pueblos Blancos de Cádiz y Capital del Turismo Rural 2021.

«Pues parece que viene más gente desde que le han dado la cosa esa», nos dice un chico que está cortando jamón. Le hemos pedido cien gramos para tomarlo esta noche. Verlo partir esas lonchas casi transparentes, que parecen deshacerse antes de llegar a la boca, es un espectáculo, una coreografía de movimientos supuestamente sencillos y ligeros. Y digo ‘supuestamente’ porque yo he intentado reproducir esos movimientos en casa y he acabado apuñalando a la pobre pata con ensañamiento.

Aparte de un jamón riquísimo, Olvera tiene más títulos de belleza que Amparo Muñoz: es conjunto histórico-artístico desde 1983, su Vía Verde de la Sierra es la única declarada de interés turístico en Andalucía y su camposanto ganó el concurso de Cementerios de España en 2019. No me extraña: con vistas a la Serranía de Cádiz, el cementerio está construido en la falda de un castillo del siglo XII desde cuya torre del homenaje se pueden ver tierras pertenecientes a las provincias de Cádiz, Sevilla y Málaga. Y es que Olvera, blanco, luminoso y de calles coquetas y floreadas, es un mirador enorme sobre el interior de Andalucía.

A pesar del calor disfrutamos con la visita. Nos venimos arriba (y abajo, que Olvera está lleno de cuestas) y decidimos seguir la Ruta de los Pueblos Blancos yendo a Setenil de las Bodegas. Tras recorrer la carretera a bordo de ‘La Temblorosa’ (qué de curvas, qué de estrecheces), he de confesar no solo mi admiración por mi santo y su temple, sino también por los repartidores que llevan sus mercancías a cualquier lugar de España conduciendo esos camiones enormes. Mi respeto a todos ellos y, en especial, a los de cerveza: la primera caña que me he tomado al llegar a Setenil me ha sabido a gloria bendita.

Pero la gloria también ha sido efímera: a casi cuarenta grados, el frescor de la cerveza se pasa pronto. Pateamos el pueblo, descrito por Caballero Bonald como «un asombroso reducto urbano, una alianza inverosímil entre la arquitectura y la geología». Y lo es: al estar enclavado en el cañón del río Guadalporcún, muchas casas y establecimientos tienen el techo y las paredes formados por la piedra del tajo del río; en algunas calles, hasta el cielo es de roca. Una forma extraordinariamente bella y curiosa de armonía entre el hombre y la naturaleza que ha llevado a Setenil a ser incluido en la Asociación de Los Pueblos Más Bonitos de España.

Setenil, además, ha sido tierra de bandoleros, tanto reales como ficticios: si muchos forajidos encontraron aquí un lugar donde

refugiarse, los localizadores de exteriores no podían dejar escapar un pueblo tan pintoresco y, por ello, fue escenario de uno de los capítulos de ‘Curro Jiménez’. Sí, justo ese en el que aparece Isabel Pantoja presumiendo de juventud, de chorro de voz y de virginidad. Quién le iba a decir a ella que luego sería mujer de torero, viuda de España y cuasi alcaldesa de Marbella. Y también bandolera, que por algo se chupó varios meses de cárcel. Pero Pantoja, en lugar de refugiarse en Setenil, se refugió en Cantora.

Aquel capítulo de la serie se rodó en 1977 en la calle Cabrerizas, pero las más transitadas hoy son las calles Cuevas del Sol y Cuevas de la Sombra, salpicadas de bares repletos de turistas. Picamos algo, nos damos una vuelta. Sigue subiendo la temperatura. Mi santo, que parece el alcalde de Mugardos, me recuerda entre fatigas que allí no llegan a los veinte grados; el heredero resopla, se queja, busca un abanico en mi bolso, vuelve a quejarse, dice que nos vayamos. Regresamos a ‘La Temblorosa’ convenientemente congestionados, pero culturizados.

Escribo en mi parcelita. El camping es enorme, un antiguo cortijo rodeado de olivos. Hay poca sombra y el calor no afloja. La gente pasa camino de la piscina. «¡Chiquilla, pero qué haces ahí, vente a bañarte!», me dice una mujer con la toalla al hombro. Pues nada, señora, entregando mi vida por el periodismo como mujer moderna, feminista e independiente que soy, me dan ganas de decirle. Pero la saludo con la mano y sigo dándole a la tecla. Al cabo de un rato me doy cuenta de que no estoy sola: una pobre adolescente, ataviada con una camiseta de la Selección Española, le da patadas a un balón en la parcela de al lado. Otra feminista que antepone su deber al placer. Otra hermana que lucha por la igualdad. Ministra, aquí estamos. Dando ejemplo. Y sudando con sororidad.

«La primera caña que me he tomado al llegar a Setenil me ha sabido a gloria bendita»

VIVIR

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2021-08-01T07:00:00.0000000Z

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