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Espejismos a 40º.

Un templario, un pueblo que hace camino al andar y un peregrino que carga con una talla de la Virgen y se propone llegar... a Moscú

SERGIO GARCÍA

Hay cuestiones que escapan a toda lógica y son más fáciles de entender si uno se rinde a la evidencia de que lleva días transitando por una realidad paralela. No exagero. Imaginen nuestra sorpresa al llegar a Torres del Río y encontrar avituallamiento en un antiguo castillo templario que conserva las tumbas de 17 de sus más insignes caballeros. La tortilla de patatas y el mantel a cuadros desentonan con la abigarrada colección de espadas y yelmos. Carlos se empeña en recordar a la concurrencia que aquello, antes que un bar, es un albergue –‘La pata de la oca’, por más señas– y que él es el orgulloso depositario de una tradición que hunde sus raíces en el siglo XI. Veinte veces ha hecho el Camino... Viendo mi aspecto, me suena a ciencia ficción.

Nuestro anfitrión es templario, una orden, asegura, que está lejos de haber desaparecido, pese a llevar años relegada a las novelas esotéricas y de intriga. Mientras se coloca sobre los hombros la capa con la cruz paté explica los motivos de que escogiera retirarse a un pueblo de 60 vecinos –en invierno, la mitad–, «yo, que soy madrileño de séptima generación». Carlos, arquitecto y militar (no especifica en qué orden), es un hombre muy creyente –lógico– que despotrica de la Iglesia casi tanto como de los inconscientes que van esparciendo el COVID y obligando a cerrar albergues –vaya–, y que ha asumido que su misión en esta vida es prestar ayuda al caminante. Lo hace desde un pueblo que constituye un bastión en la Ruta Jacobea, donde se levanta el que fuera el primer hospital de peregrinos y enfrente de una réplica del Santo Sepulcro de Jerusalén. Hoy cuesta creerlo, pero hace diez siglos esto era la primera línea de batalla, con los sarracenos atrincherados en la vecina Sansol.

– Sácanos algo fresco, anda.

– Como no te ponga al del piso de arriba. Ayer se quiso ir sin pagar.

Dejamos a Carlos volcado en la tarea de dar alimento espiritual y del otro a la concurrencia y salimos de nuevo al camino, que reverbera como solo lo hacen las pelis del Oeste. Son once kilómetros como once puñaladas, con el mercurio estirándose como una bailarina del vientre, hasta que encontramos un chamizo a la sombra donde suena Amy Winehouse. Ahí acaba cualquier concesión a la modernidad, porque el agua debe estar 3º por debajo del horno que se respira ahí fuera.

Cuando finalmente llegamos a Viana, decido separarme del grupo y quedarme allí a comer como un obispo. Mientras hago tiempo paseando por la iglesia de la Asunción y veo la tumba de César Borgia, a quien sus conciudadanos enterraron a la puerta del templo para que todo el mundo lo pisara –no levantaba muchas simpatías, no–, conozco a Florencio, un agustino de Zaragoza que pasa allí sus vacaciones. Cuando mete su mano en el bolsillo doy por sentado que me va a regalar otra estampita –se ha convertido en un clásico estos días–, pero no. Me enseña una foto suya con Serrat, que tiene casa, asegura, en la calle de atrás y que viene largas temporadas o lo hacía antes de la pandemia. Bien pensado, no sé por qué debería sorprenderme ver allí al hombre que mejor ha versionado a Machado haciendo camino al andar.

Volver a la ruta en plena canícula no tarda en revelarse como una pésima idea. Alcanzo a Konstantin, un alemán de la Selva Negra que, más que andar, repta, y juntos nos lanzamos en busca de un oasis, pero nos damos de bruces con un espejismo. Delante de nosotros, saliendo de un bosquecillo, vemos a Patrique y Emmanuelle: él cargando con una talla de la Virgen; ella sonriente, como si fuera refractaria a los rigores del sol. Pero es que vienen desde Fátima. Y se dirigen a Lourdes. Pasando por Santiago. Serán 1.300 kilómetros, así, a ojo de buen cubero. El hombre, que frisará los 70, nos dedica una mirada beatífica y entonces nos acaba de hundir en la miseria, a nosotros pobres mortales. En 2022 se propone ir con la talla... ¡hasta Moscú!

Logroño nos recibe con los brazos abiertos, la sacristía de la concatedral abierta para sellar la credencial y la calle Laurel disponiendo suculentas tentaciones a las que nos rendimos sin propósito de enmienda. De allí nos vamos apenas ocho horas depués, a las 4 de la madrugada, con una previsión meteorológica todavía más terrorífica que la víspera. Pertrechados con frontales que hemos comprado en un bazar chino, equivocamos la salida hasta que viene en nuestra ayuda una patrulla de la Policía Nacional, que nos lleva casi de la mano hasta el sendero que conduce al embalse de La Grajera.

Faltan dos horas para que salga el sol y ya sentimos el bochorno y el polvo flotando impávido conforme nos acercamos a Navarrete. Somos un grupo bastante pintoresco, entre la procesión de linternas y el bafle saltando de Manolo García –«en los mapas del viento / por sus hojas navego»– a AC/DC. Para cuando desayunamos, ya llevamos tres horas en pie de guerra. Pero no conviene dormirse; el sol va ganando altura a nuestra espalda y amenaza con calcinar todo lo que encuentre a su paso, nosotros incluidos. En Ventosa recuperamos el aliento, pero para cuando nos marchamos la comitiva ya no va al paso que quiere, sino al que puede.

Nájera es como otro espejismo que creemos poder tocar con los dedos, pero que se escabulle siempre detrás de la siguiente curva. Once kilómetros que se traducen en casi tres horas. Me he hecho el firme propósito de no irme de aquí sin comer chuletillas al sarmiento, pero cuando meto los pies en el río todo lo demás pasa a un segundo plano. Si no fuera porque ya tenemos reservado el albergue, me quedaba a dormir al raso.

«Si no fuera porque ya he reservado albergue, me quedaba a dormir al raso»

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2021-07-27T07:00:00.0000000Z

2021-07-27T07:00:00.0000000Z

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