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Elsa Peretti

Hasta siempre, Elsa...

Texto: Carmen Cocina

Hay dos tipos de privilegiados: los que reservan con recelo sus ventajas para ellos mismos y los que tratan de trasladar a quienes no lo son tanto parte de lo que la vida les ha dado. Elsa Peretti (Florencia, 1940 - San Martivell, Girona, 2021) es de las segundas. Hija de un magnate del petróleo en el seno de una familia conservadora, su ansia por emanciparse y su polimorfa pulsión creativa la llevaron a ingresar en la facultad de Interiorismo de Milán. Si su alta alcurnia la había provisto de una educación exquisita en Roma y Suiza, a la joven y resuelta Elsa no se le cayeron los anillos por financiar su carrera impartiendo clases de italiano y de esquí. No tardaría en descubrir que, de hecho, lo suyo era diseñarlos. Al acabar sus estudios decidió probar suerte como modelo, convirtiéndose en la enésima prueba de que belleza e inteligencia no tienen por qué estar reñidas. Corría el año 1964. Tras posar para Dalí y Oriol Maspons se trasladó a Nueva York, donde pasó a formar parte de las halconettes, el selecto círculo del glamuroso Roy Halston (el diseñador más popular de la América de los

70, para quien crearía algunas de sus joyas más celebradas) y de Studio 54, el centro neurálgico de la nueva burguesía pas comme il faut que cambiara fábricas por cámaras y pinceles y abrazara con gusto el libertinaje, extirpando de cuajo el recatado puritanismo que otrora caracterizara a las altas esferas. Ella fue un paso más allá: si en Nueva York la frivolidad era la reina, sus orígenes europeos y su determinación por seguir su propio camino –que debilitaría progresivamente sus lazos familiares– redundaron en un espíritu afrancesado y sesentayochista, ese que no entendía de clases y atravesaba de arriba abajo los antaño tan diferenciados estratos sociales. Años después declararía: «Si has sido un kamikaze, como yo, nunca más podrás volver a ser un simple burgués». Peretti, demostró que podía posar para Helmut Newton vestida de conejita y al mismo tiempo disparar lo indecible los beneficios de la línea de piezas de plata de Tiffany & Co., entre muchas otras cosas. En el momento en que abandonó la firma, casi cuarenta años después de su contratación, sus diseños constituían el 10 % de los ingresos de la casa, que ese año superaron los 3000 millones de euros. Parafraseando al personaje de Melanie Griffith en «Armas de mujer», tenía «una mente para los negocios y un cuerpo para el pecado», que es más de lo que la mayoría de los mortales pueden soportar.

Por supuesto, su fichaje como diseñadora independiente por parte de la legendaria casa de joyería no tuvo nada de fortuito: en el momento de su incorporación, en 1974, ya había obtenido su merecido reconocimiento con el premio Coty de 1971, vendía sus joyas en Bloomingdale’s (por entonces los grandes almacenes más populares de Nueva York) y había cautivado a Grace Mirabella, directora de Vogue USA, que había sido seleccionada para el cargo con el cometido (textual) de «atraer a las páginas de la revista a la mujer libre, económicamente independiente y liberada de los años 70». Su apuesta por la plata y por las curvas irregulares y orgánicas («Me encanta la naturaleza, pero intento cambiarla un poco, no copiarla») la convirtió en la opción predilecta de Liza Minnelli (la elegancia hecha impertinencia) y quedó inmortalizada en más de treinta colecciones para Tiffany’s, como Bean (símbolo del comienzo de la vida), Open Heart (del amor), Mesh (con sus icónicos pendientes pañuelo en cota de malla, imitados hasta la saciedad aún hoy), Zodiac (inspirada en los signos del zodiaco) o el brazalete Bone, cuya plástica ondulación recuerda a los relojes de «La persistencia de la memoria», de Dalí, con quien compartía, además, el interés por los recónditos recovecos de la mente humana: “En el momento en que diseño algo sobre el papel, sucede algo. El sonido del lápiz es como un eco emocionante de nuestro subconsciente». Las sinergias siempre son recíprocas.

Peretti siempre fue consciente de que había nacido en la cara buena del mundo. También, probablemente, de que ella era diferente. En 1968 su pasión por la arquitectura de Antonio Gaudí (una de sus fuentes de inspiración) y la relajada vida rural la llevaron a comprar una casa en San Martivell, Cataluña, que restauraría con mimo durante los diez años siguientes: “Vengo a España a pensar y voy a Nueva York a funcionar”. Esa fue la primera piedra: a lo largo de casi cuatro décadas, la italiana se volcó en la reconstrucción de un pueblo prácticamente derruido para devolverle el esplendor histórico que, más allá de su templo románico y sus edificios góticos, aún albergaba reminiscencias de la civilización romana. Su amor por las artes y su filantropía se materializaron en distintas iniciativas científicas, educativas y humanitarias que culminaron en la Fundación Nando Peretti (hoy Fundación Nando y Elsa Peretti), centrada en la defensa del medio ambiente, los derechos humanos (especialmente los de los pueblos indígenas y las minorías oprimidas), la salud y las artes. Sus creaciones también lo eran, y hoy se exponen en el Museo de Indianápolis, los Museos de Bellas artes de Boston y Huston y el Museo Británico, además de haber protagonizado exposiciones en tiendas Tiffany de todo el mundo y en el Museo FIT de Nueva York, que la nombró Doctora Honoris Causa. Quien da, recibe. Y a veces, quien recibe da.

“España me dio mi éxito. Nunca hubiera sido diseñadora de joyas sin España”, declaró en una ocasión. Allí, en su casa de San Martivell, se despidió del mundo el pasado mes de marzo, a sus 80 espléndidos años. Su legado, como suele decirse, es eterno”.

#6 Sumario

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2021-07-31T07:00:00.0000000Z

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