Kiosko y Más

CARTOGRAFÍA PARA EL PENSAMIENTO INDEPENDIENTE

En tiempos de neorrancios, guerras culturales y otras invenciones, un grupo de voces se reagrupa alrededor de criterios propios y reclama un espacio de lucidez. A través de este cruce de ideas trazamos el atlas de la resistencia

KARINA SAINZ BORGO

«La pelea sobre qué significan las palabras la vimos muy claramante con el independentismo catalán»

«¿Qué ideas serias hay en estas discusiones? Esto de la guerra cultural está en las redes. Es populismo cultural»

«La guerra cultural es una guerra trampa, al menos para quienes creen en la democracia liberal»

«Hay mucha gente que se siente expulsada del PSOE actual y que no reconoce su socialdemocracia en lo que ve ahora»

Daniel Gascón

Mercedes Monmany

Aurora Nacarino

Auna guerra la acompaña siempre un adjetivo: guerra civil o fría; de los cien años o de las rosas. Ahora la reinventan como cultural, un término que circula como exhumación de un combate. «Hemos llegado aquí porque la izquierda ha decidido que la batalla se dé en el ámbito de la cultura. Durante los años 60 y 70, ante la certeza de que el capitalismo no desaparecía, el marxismo se volcó en la crítica cultural. De aquellos polvos vienen estos lodos», asegura Jorge del Palacio, profesor de Historia y pensamiento político de la Universidad Rey Juan Carlos. En una sociedad hiperconectada, crece la percepción de la confrontación a favor o en contra de casi cualquier cosa: veganos contra carnívoros; negacionistas versus epidemiólogos; hombres contra mujeres; feministas de izquierdas frente a feministas de derechas, y el más reciente de los combates, el de progresistas contra ‘neorrancios’, el epíteto con el que una parte de la izquierda acusa de conservadora a la otra. El mundo se ha mudado a vivir al condominio de los apocalípticos y los integrados, como si entre Umberto Eco y nosotros no hubiesen pasado sesenta años.

Que Ana Iris Simón reivindicara en ‘Feria’ (Círculo de Tiza) que la generación de sus padres vivió mejor que la de ella, e incluso que reclamara su derecho a mantener los valores tradicionales de su familia de labriegos y feriantes manchegos, la convirtió en sospechosa de conservadurismo y hasta le valió la acusación de ‘neorrancia’. El recelo cayó sobre Sergio del Molino cuando describió en las páginas de ‘Contra la España vacía’ (Alfaguara) los desplantes que sufrieron sus padres por no hablar valenciano, un juicio que a muchos no les pareció todo lo progresista que se esperaba de un autor como él. Ocurrió lo mismo con Fernando Savater tras publicar las razones por las cuales votaría al Partido Popular en las elecciones madrileñas; Andrés Trapiello, acusado de revisionista por el PSOE de Madrid, e incluso la glosa o el balance de la obra de una escritora como la recién fallecida Almudena Grandes supone un desencuentro en el que hasta el alcalde José Luis Martínez Almeida acabó dando palos de ciego.

Cada vez que un creador contradice el pensamiento dominante, e incluso cuando aporta una opinión distinta en materia de discriminación racial, igualdad de género, los derechos de homosexuales y colectivos LGTBI o la revisión del discurso colonialista, se cierne sobre él o ella la mirada escrutadora. Lo que comenzó como el imperio de la corrección política ha acabado en la llamada ‘guerra cultural’. Las redes sociales agravan ese fenómeno y convierten a quienes piensan diferente en un grupo heterogéneo que se abre paso en medio de la tormenta. A pesar del panorama –poco halagüeño para el pensamiento independiente–, hay quienes procuran tener ideas propias y refutar las que el discurso hegemónico intenta imponer. Conviene diseñar un mínimo ‘Atlas de la Resistencia’, apuntar las coordenadas de su mapa de ideas y desmontar los rasgos de una batalla para muchos impuesta y de la que conviene identificar sus principales elementos.

Lde lenguaje. La lógica que recorre a la llamada ‘guerra cultural’ tiene su base en el uso de las palabras. Ordenados con una intención precisa, los verbos y los sujetos levantan una frontera cuyo único fin es designar al oponente y señalarlo. Incluso instruyen al otro para referirse a sí mismo con las palabras que el enemigo le adjudica: «traidor», «reaccionario», «fascista» o «antipatriota». El lenguaje se convierte en la tiza con la que alguien demarca la línea que separa a los suyos, los nuestros y sus correspondientes derivadas. «La pelea sobre qué significan las palabras y quién determina lo que significan la vimos muy claramente con el independentismo catalán acerca de qué era una democracia y qué no», asegura el escritor y periodista Daniel Gascón, para quien la obsesión por lo simbólico que padece la sociedad contemporánea encierra una paradoja: no basta un relato para modificar la realidad.

Resistirse al discurso imperante supone un debate que acaba en enfrentamiento. Se imponen palabras vaciadas de un contenido y rellenas de otro. «Ese clima propicia que asuntos que hay que abordar con regla y compás, como las macrogranjas, por ejemplo, se traten con pancarta», explica Víctor Lapuente, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Oxford y autor del libro ‘Decálogo del buen ciudadano. Cómo ser mejores personas en un mundo narcicista’ (Península), donde desarrolla diez reglas que permiten al lector asumir otro tipo de individualismo alejado de la victimización, el infantilismo y el sentimiento de agravio que caracteriza a la sociedad contemporánea. Así lo describe al otro lado del teléfono, desde Suecia, donde vive y trabaja.

La escritora y crítica literaria Mercedes Monmany ha dedicado buena parte de su obra a estudiar y repasar de forma exhaustiva la literatura europea de los siglos XX y XXI y con ella sus principales conflictos. Justo por ese motivo, Monmany encuentra en esta supuesta gresca contemporánea un cascarón vacío. «¿Qué ideas serias hay en estas discusiones? Esto de la guerra cultural está en las redes. Es populismo cultural, político, sociológico. Se trata de hinchar temas que no tienen más de sí. Los ‘neorrancios’ o no sé qué. Es tan elemental como reducir todo a binario o no binario. Los debates de nuestra época se están dando en trincheras artificiales. Temas que acaban en un mundo ‘eurovisivo’ en el que nos obligan a tomar un bando. ¿Cuáles son las opciones: chuletón o col de Bruselas? ¿Perdón? Hay más que esto», asegura.

Nde no-alineados. Ha sido preciso crear un contenedor para aquellos que no forman parte de los extremos que toman parte en la guerra cultural. El centro se ha vuelto un lugar tan inverosímil como incómodo en el que los conservadores, liberales y socialdemócratas coinciden en la refutación de las posiciones más beligerantes. Ejercen su derecho a la resistencia. Este grupo, que algunos llaman ‘no

«Esta situación en general está inflada. La mayoría de los episodios que llaman ‘guerra cultural’ son irrelevantes»

«Todo eso es una actitud de la izquierda radicalizada y la derecha radicalizada: los dos actúan como perdedores marxistas»

«Hay un empeño por parte del feminismo identitario de encasillar a la mujer en un colectivo de míticas guerreras»

izquierda’, despierta el recelo de muchos, entre ellos Jorge del Palacio, que la entiende como categoría de descarte: «Buscar agregación en torno a un término negativo no tiene sentido. Quienes llaman ‘no izquierda’ a la derecha no parten de una proposición afirmativa. Cuando intentamos introducir izquierda / noizquierda parece que lo que marca el eje es la izquierda, cuando la derecha tiene tradición

intelectual amplia, rica y tolerante». Existe, sí, un sustrato en el pensamiento conservador, aunque en ocasiones eso no lo exime del síndrome del megáfono o incluso, como señala J. F. Peláez, exagera su sentimentalidad y «sobreactúa como un cantautor o un marxista que se siente la clase perdedora». La resistencia a las obcecaciones de uno y otro lado dejan a muchos en el camino hacia una respuesta.

«Existen personas que se sienten expulsadas de los argumentos de una izquierda ‘Panda’», asegura Diego Garrocho. Por tal cosa como ‘Panda’ se refiere Garrocho a una izquierda «que ha ido sofisticando su organismo hasta generar una colección infinita de intolerancias que operan una suerte de expulsión centrífuga».

A quienes disienten de las posiciones militantes de la izquierda, los agrupa Garrocho en esa llamada Noizquierda a la que van a parar conservadores, liberales o socialdemócratas. Más que una ideología, los une el derecho a la refutación y la disensión: la posibilidad de resistir y resistirse. «Hay mucha gente que se siente expulsada del PSOE actual y que no reconoce su socialdemocracia en lo que ve ahora, y que aunque se oponga a los mismos temas o pueda coincidir en algunas críticas con un conservador o un liberal, no quiere decir que lo sea», explica Garrocho.

La informidad de la etiqueta ‘no-izquierda’ como categoría no exime al pensamiento conservador de padecer una parálisis, incluso una cierta sensación de complejo que algunos actores culturales, sobre todo los más jóvenes, desean corregir: no hay por qué asumir una agenda impuesta, sino crear una propia. El editor y escritor Álvaro Petit, fundador del sello Fronteras, asume que el pensamiento conservador no tiene por qué padecer complejo alguno, dada la tradición y la riqueza de su pensamiento: «El verdadero reto es proponer ideas desde ese pensamiento conservador y construir desde ahí una forma de entender el mundo, sin asumir ideas o discursos impuestos». Ante esa paradoja, propone Garrocho, «la resistencia intelectual debe ser lo más extensa y menos densa posible».

Quienes se definen liberales, como el escritor y analista David Jiménez Torres, rechazan formar parte de «debates trucados». «En general, la discusión sobre qué es verdaderamente de izquierdas o progresista, que en los últimos años se ha extendido a qué es verdaderamente feminista o verdaderamente antirracista, me parece una logomaquia estéril –asegura Jiménez Torres–. La Historia ofrece un buen salvavidas intelectual para muchos de los debates más absurdos de hoy. Los conocimientos y las herramientas que se derivan del estudio serio de la Historia, de leer a los grandes historiadores modernos –los que no plantean consignas, sino conocimiento y complejidad–, suele corregir mucho adanismo».

«Hemos vuelto a las trincheras y eso empobrece la calidad literaria, desliza, inconscientemente, al panfleto»

Tde Twitter. La guerra cultural no existiría sin Twitter, asegura desde el columnismo J. F. Peláez, quien apenas encuentra en este asunto una impostura: «Que hablen de batalla o guerra me pone los pelos de punta porque con quienes discutimos son nuestros amigos, vecinos, compañeros de trabajo. Todo eso es una actitud de la izquierda radicalizada y la derecha radicalizada, las dos actúan como perdedores marxistas. Lo que haría un liberal es pasar. Es una estrategia de supervivencia del discurso vacío de la izquierda. Como ya no hay parias ni obreros, tiene que buscar nuevos huecos y usar las identidades como nicho. Esta izquierda cultural está tan radicalizada que sólo beneficia a los extremos. Si apagas Twitter, de modo mágico, desaparece esa guerra».

Desde otro camino, el escritor y periodista Sergio del Molino llega a una conclusión parecida: «Esta situación en general está inflada. La mayoría de los episodios que llaman ‘guerra cultural’ son irrelevantes y no pasan de ahí. Tendemos a pensar que lo que ocurre en las redes sociales tiene un efecto en el mundo real. Eso no quiere decir que no se genere una po

larización que acaba por permear. Que exista gente que se comporte como una bestia en Twitter no quiere decir que tengamos que hacer lo mismo. Yo no digo en redes nada que no pueda en una columna. Cuando eso resulta agobiante, siempre se puede cerrar Twitter. Por eso esto no es una guerra. De una guerra no puedes escapar, de las redes sí».

Dde desencanto. Una parte de los que se resisten al discurso hegemónico llegaron al mundo el mismo año que el PSOE de Felipe González llegó a la Moncloa. Los hay incluso más jóvenes. Crecieron en democracia, expuestos a las bondades del Estado del bienestar, pero también a sus paradojas y asuntos irresueltos. Una España en trance de modernidad, pero aún repleta de contradicciones. Ese es el paisaje que revela Ana Iris Simón en ‘Feria’, y que antes de ella abordó Miqui Otero en ‘Rayos’, Ignacio Peyró en ‘Comimos y bebimos’ y ‘Ya sentarás cabeza’, así como Daniel Gascón en ‘Entresuelo’.

Quienes no querían participar del guerracivilismo ni asumir el papel de indignados del 15-M se hicieron escuchar. Así lo hizo Juan Soto Ivars en ‘Un abuelo rojo y otro facha’, que desmontaba el mito de las dos Españas para contar la propia: «Estos son los bienes que heredo de mi familia: pazos de artritis, tapias de sordera, latifundios de miopía, secanos de calvicie, orejas de soplillo como blasón y tendencia a discutir a gritos en los consejos de administración familiares. Pero lo que más valoro es la inmunidad a las ideologías. Eso salda a mi favor el peso del patrimonio familiar».

Eva Serrano, fundadora y directora del sello independiente Círculo de Tiza, tiene un observatorio privilegiado para reconocer eso que parece una generación. En su editorial los ha publicado a todos, o a casi todos, desde Juan Soto Ivars hasta Ana Iris Simón, pero también a sus influencias y predecesores: un amplio arco que va de Francisco Umbral hasta David Gistau, Antonio Lucas o Juan Tallón. «El antecedente de Ana Iris fue sin duda Soto Ivars con aquel libro del abuelo facha y el abuelo rojo. Pero hay una cosa, la generación previa de escritores: Rafa Reig, Antonio Orejudo relataron sus infancias y juventudes en tiempos de Franco, y pudieron hacerlo de una manera lúdica. Su ideología podía quedar al margen. Hoy eso no es posible. Hemos vuelto a las trincheras y eso empobrece la calidad literaria, porque te hace deslizarte, siquiera inconscientemente, al panfleto. Lo escribas así o no, así serás leído. Yo lo llamo la literatura Twitter», explica Serrano.

Sobre el mismo tema, el periodista y editor Ricardo Dudda identifica rasgos generacionales y, sobre todo, políticos: «Dice Jorge San Miguel que a todos nos toca el momento de darnos cuenta de qué es el PSOE. Con Pedro Sánchez, la izquierda se ha proclamado única poseedora del sentido común, el dique de contención del oscurantismo ante la ultraderecha. Por eso cuando surge alguien que los desafía como Soto Ivars o la propia Ana Iris se genera esa resonancia. Ahí sí hay un elemento generacional: desencanto con esa izquierda que se define a sí misma como la única opción ante la barbarie y que es profundamente hipócrita».

Ide ideología. El género es el ejemplo más claro de que, aún defendiendo una misma causa, es decir, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, la discusión se fragmenta según el cristal desde el que se mire. A la complejidad del debate sobre cada uno de esos temas (feminismo, homosexualidad, LGTBI…), se suma el elemento ideológico. De eso sabe la escritora y politóloga Aurora Nacapersonal rino, quien desde el partido Ciudadanos vio cómo, en temas de derechos de las mujeres, diputadas de Podemos la desautorizaron a ella y a sus compañeras de partido, hasta el punto de expulsarlas de los actos del día de la mujer. «La guerra cultural es una guerra trampa porque cualquier resultado es malo. Al menos si uno cree en la democracia liberal. Perder una batalla cultural conlleva una pena moral: se señala al derrotado como moralmente indigno de formar parte de un movimiento o un colectivo», asegura Nacarino, quien reconoce que existe «una batalla por apropiarse del feminismo. Hace unos años, la izquierda trató de expulsar de la causa a quienes defendían un compromiso feminista desde coordenadas de centro liberal, incluso con acciones de acoso en días de reivindicación como el 8-M. Lo que se trataba de imponer es que solo hay una representación legítima de los derechos de las mujeres y hay mujeres que no caben en ella. ‘El feminismo será de izquierdas o no será’. Perder una batalla cultural es una putada. Yo no recuerdo haber vuelto a mi casa tan hecha mierda como después de alguno de esos 8 de marzo que debían ser de todas».

Según la periodista Cristina Casabón, la ideologización del feminismo es contradictoria: «La mujer independiente no cabe en este sistema, porque no busca ser benevolente ni tampoco víctima, no va por la vida interpretando la novela del patriarcado, sino que simplemente decide experimentar por ella misma su feminidad. En los 60, las feministas luchaban contra la falta de libertad individual. Las de ahora llevan la ingenuidad hasta el punto de creer que el Estado tiene que tutelar su libertad y su ‘capital sexual’». Y añade Casabón: «Hay un empeño por parte del feminismo identitario de encasillar a la mujer y hacer que se convierta en un colectivo apasionado de míticas guerreras, pero en realidad, como toda ideología, no es un movimiento liberador del individuo, sino del sujeto como colectivo».

CADA VEZ QUE UN CREADOR CONTRADICE EL PENSAMIENTO DOMINANTE SE CIERNE SOBRE ÉL LA DUDA

‘NEORRANCIO’, EPÍTETO CON EL QUE PARTE DE LA IZQUIERDA ACUSA DE CONSERVADORA A LA OTRA

PORTADA | ATLAS DE LA RESISTENCIA

es-es

2022-02-12T08:00:00.0000000Z

2022-02-12T08:00:00.0000000Z

https://lectura.kioskoymas.com/article/281517934539742

ABC