El partido de América
Ni la Super Bowl, ni Celtics vs Lakers, ni las finales de béisbol. El gran clásico del deporte estadounidense es el partido que juegan cada año la Universidad de Míchigan contra la de Ohio. Una rivalidad de 125 años convertida en religión
JAVIER ANSORENA
¡Fuck Ohio!’ Apenas han pasado las nueve de la mañana de un sábado con frío cortante, que espabila, en Ann Arbor y eso es todo lo que es capaz de decir un joven que camina hacia el estadio entre la marabunta que toma las calles de esta ciudad de Míchigan. «¡Que le jodan a Ohio!», insiste sin dejar de caminar, con ojos vidriosos y confusos, demasiada poca ropa para el otoño helado. Es el coro que repite la muchedumbre, que ha madrugado para calentarse con cervezas y chupitos, todos con los colores azul y maíz, que así es como se llama aquí, rodeados de llanuras del Medio Oeste, al amarillo.
‘¡Fuck Ohio!’, es un mensaje para el equipo de la Universidad Estatal de Ohio, que se enfrenta hoy al de Míchigan en el partido de fútbol americano universitario que quita el sueño todo el año a Ann Arbor y la ciudad enemiga, Columbus, en Ohio.
«Esto es mucho mejor que la Super Bowl. Tiene mucha más historia, hay mucho más en juego», dice Reid Marks, un exalumno que ha venido desde Nueva York para el encuentro, en referencia a la final de la liga de fútbol profesional, la NFL. Ha puesto el despertador a las seis y media para estar enchufado para el partido, que arranca a las doce. Va con Nick Helfand, un colega que, al enterarse de que quien pregunta es español, regala un paralelismo: «Esto es ‘el Clásico’ de América», dice en referencia al duelo entre Real Madrid y FC Barcelona.
115.000 espectadores
No es una exageración lo que dicen y es una exageración todo lo que se ve en Ann Arbor alrededor del partido. El Míchigan vs Ohio es, de largo, la rivalidad con más solera del deporte estadounidense y un partido que se sigue con interés en todo el país –casi 20 millones de espectadores por televisión– y en los dos estados afectados –y sus alrededores– con fervor demente. Su apodo lo dice todo: ‘The game’, ‘El partido’.
La enormidad del encuentro se hace evidente en el estadio. No es por gusto que al Michigan Stadium se le conoce como ‘The Big House’, ‘La gran casa’. Es el estadio más grande de EE.UU., donde han llegado a entrar hasta 115.000 espectadores. Es, de hecho, el tercer estadio más grande del mundo, después del Narendra Modi, en Ahmedabad (India), dedicado al cricket; y del Rungrado Primero de Mayor de Corea del Norte.
Casi todo Ann Arbor (120.000 habitantes) cabría en el campo, pero viene gente de todo el país, e incluso del extranjero, movidos por un solo objetivo: ganar a Ohio. «Somos de Canadá, ni siquiera hemos estudiado aquí en Míchigan, pero odiamos a Ohio, nos los comemos para desayunar», dice Alex, junto a su amigo Sam, en una de los cientos de ‘tailgate’, fiestas al aire libre, que se esparcen por toda la ciudad antes del partido. ¿Por qué tanta animosidad? «Nosotros estamos en una orilla del lago Erie, Ohio en la otra. Ellos contaminan, nosotros, no. Que les jodan, les odiamos, los vamos a masacrar», asegura con el ruido de fondo de la música tecno que escupen los altavoces de su fiesta.
Ann Arbor es una ciudad universitaria –la Universidad de Míchigan es una de las mayores del país– y en muchas casas y edificios ondean banderas todo el año. En las semanas previas al partido, es imposible escapar a la ‘M’ mayúscula del logo de la universidad. Esta mañana, es un espectáculo abrumador, una marea azul y maíz. Los universitarios juegan a ‘beer pong’ –un juego alcohólico de acertar con una bola de ping pong en vasos de plástico– delante de sus casas y se lanzan bramidos incomprensibles entre ellos. Las parrillas con hamburguesas y perritos humean en aparcamientos y explanadas dedicados a los ‘tailgates’. Gritos de ‘Go blue! (‘Vamos azules’), bocinazos, insultos a Ohio, pintadas contra su entrenador, Ryan Day, enemigo número uno de la hinchada. Gafas, gorros, abrigos, mandiles, capas, guantes, bufandas, todo con los colores locales.
Esta locura no es solo cosa de estudiantes agitados. «No hay partido más grande que este», dice Brian Williams, que dejó la universidad hace décadas, en el garaje de su casa, un templo dedicado al equipo de fútbol de Míchigan, con las paredes cubiertas de fotos, recortes de periódico, bufandas, banderas. «Llevo veinticinco años haciendo esto», dice con orgullo sobre su ‘tailgate’, «el mejor de Ann Arbor», le dice uno de los amigos que se calienta al fuego de una candela. Entre ellos hay un rival y amigo, Sean Logan, con una sudadera con el rojo de Ohio. Viene del noreste del estado vecino. «Esto es el ADN de Ohio», dice sobre sus colores. A una manzana de allí, cientos de chavales beben, gritan, saltan desde el techo de un autobús. Ahí no se podría meter Logan con su sudadera.
El archivero de Míchigan
Lejos de este bullicio, un día antes del partido, Greg Kinney recibe a este periódico en la quietud de la Biblioteca Bentley, que esconde los tesoros de la historia deportiva de la Universidad de Míchigan. «Este partido es considerado como la mayor rivalidad deportiva en EE.UU.», confirma el archivero de la colección, entre pasillos con cientos de cajas llenas de documentos, fotografías, fichas de jugadores. Abre con orgullo la de Jim Harbaugh, el actual entrenador del equipo, un pope intocable en Ann Arbor, que vino aquí con 18 años para jugar como ‘quarterback’. O una foto del equipo de finales del siglo XIX.
«El primer registro de un partido de fútbol americano jugado por la Universidad de Míchigan fue en 1879. El primero contra Ohio, en 1897», explica Kinney, una época en la que el fútbol era poco más que una pelea con una pelota ovalada por medio. La leyenda cuenta que todavía había heridas abiertas de la guerra de Toledo, librada entre 1835 y 1836, un conflicto entre los estados de Míchigan y Ohio por quién se quedaba con aquella ciudad y su entrada fluvial al lago Erie.
La rivalidad se consolidó en la década de 1930 –con Gerald Ford, que llegó a presidente, dentro de la escuadra de Míchigan–, cuando el partido alcanzó tanta importancia que lo colocaron como el último de la temporada, como es hoy. Y alcanzó su clímax en la década de 1970, con los dos entrenadores más legendarios de ambos equipos: Woody Hayes, de Ohio, que nunca pronunciaba el nombre de Míchigan, siempre decía «esa universidad en el norte»; y Bo Schembechler, de Míchigan, que recordaba en cada entrenamiento a sus jugadores cuál era la meta: ganar a Ohio.
El refugio de Nixon
«El gran episodio de la rivalidad es el partido de 1969», relata Kinney. El año anterior, Ohio había humillado a Míchigan con un 50-14. Hayes tenía el mejor equipo del país, quizá de la historia. Pero Schembechler, en su primer año como entrenador con Míchigan, consiguió el milagro de derrotar a Ohio, una de las grandes sorpresas de la historia del deporte de EE.UU. Aquello desató la llamada ‘Guerra de los diez años’, en la que Ohio y Míchigan, Hayes y Schembechler, llevaron el enfrentamiento al límite y convirtieron el partido en un asunto nacional. Hasta fue un refugio para Richard Nixon, presidente y amigo personal de Hayes. Perseguido por el escándalo de Watergate, acosado por la prensa, dijo: «Me voy a quedar en casa viendo el Míchigan vs Ohio».
«No hay un partido como este, en el que estés pensando los 365 días del año», dice Josh Evans, periodista especializado en fútbol americano universitario, ya dentro del estadio, con la fondo de las gradas hasta la bandera. Evans es un fanático de Míchigan que vive en la ciudad rival, Columbus: «Una gran ciudad, un sitio horrible para ser de Míchigan». Cada semana graba un podcast dedicado en exclusiva a este partido, ‘The Rivalry’, ‘La Rivalidad’. Lo hace junto a un compañero que es seguidor de Ohio y han acordado no hablar durante dos días después del resultado, para evitar enfados.
Las dos orillas del lago Erie
Abajo, en el césped, salen los jugadores de Ohio en medio de un abucheo violento, los de Míchigan con un griterío eufórico. El estadio es una caldera. En el fondo con los graderíos dedicados a estudiantes, ambiente eléctrico. Miles de pompones al aire, cánticos, dientes apretados, chavalería que no está en edad de beber empinando botellitas de Fireball –un whisky barato con aroma a canela– y el estruendo metálico de la banda de música, un espectáculo de casi 300 integrantes. Cada poco, se canta con fervor ‘Hail to the Victors’, el himno deportivo de la universidad, creado en 1898.
Todo ocurre demasiado rápido. El choque de los cascos, las embestidas entre masas humanas de Míchigan y Ohio, una lesión horrible de un jugador local –lo único que calla a la parroquia–, los nervios de los ‘quarterback’, la música frenética, las broncas desde la banda. Míchigan se adelanta en la primera parte, pero Ohio es superior en la segunda. Los visitantes tienen la oportunidad de ganar el partido en la última jugada. La desperdician. Júbilo en las gradas, invasión de campo, fiesta en Ann Arbor, Míchigan gana, 30-24.
El año que viene será otra historia. La sede se alterna y tocará en Columbus. La Universidad Estatal de Ohio tiene el segundo estadio más grande del país. Su hinchada se jacta de ser más ruda y agitada que la de aquí. Quedan 365 días para masticar la venganza.
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