Kiosko y Más

Van Gogh, genio solitario

JOSÉ MARÍA FAERNA

Figura clave para entender la transición de la modernidad decimonónica al arte de las vanguardias, el pintor neerlandés, que tenía una concepción laboriosa de la pintura, produjo entre 1880 y 1890 unos novecientos cuadros y más de mil dibujos, algo que se explica por el hecho de que concibió su carrera como un tenaz aprendizaje. Ahora, con motivo del ciento setenta aniversario de su nacimiento, el Museo de Orsay dedica una exposición a sus dos últimos meses de vida en Auvers-sur-oise, una etapa de gran fertilidad creativa.

Figura clave para entender la transición de la modernidad decimonónica al arte de las vanguardias, el pintor neerlandés, que tenía una concepción laboriosa de la pintura, produjo entre 1880 y 1890 unos novecientos cuadros y más de mil dibujos, algo que se explica por el hecho de que concibió su carrera como un tenaz aprendizaje. Ahora, con motivo del ciento setenta aniversario de su nacimiento, el Museo de Orsay dedica una exposición a sus dos últimos meses de vida en Auvers-sur-oise, una etapa de gran fertilidad creativa

EN ENERO de 1890, apenas siete meses antes del suicidio del pintor, Albert Aurier, joven y emergente crítico simbolista, publicó en el Mercure de France un artículo largo y entusiasta sobre Vincent van Gogh. Era un acontecimiento sin precedente: nunca la prensa se había ocupado antes de este extravagante pintor neerlandés internado en un hospital psiquiátrico en Saint-rémy-de-provence.

Vincent se lo agradeció con una larga carta en la que se quitaba importancia y reprochaba a Aurier haber malgastado sus elogios con él antes que con Monticelli o Gauguin. El joven Aurier buscaba arrimar el ascua candente de Van Gogh a su sardina simbolista, cosa que a Vincent, abocado durante toda su carrera a la interpretación de la naturaleza, no le atraía. No obstante, valoró la importancia que podía tener el artículo para la fortuna comercial de su obra y decidió regalarle a Aurier un cuadro que estimaba –Camino con cipreses, hoy en Otterlo–. Por último, le escribe a Theo que “el artículo de Aurier habría podido alentarme si me hubiera atrevido a dejarme ir, a arriesgarme a despegar de la realidad y hacer una suerte de música tonal con el color, como lo son ciertos monticellis. Pero la verdad me es muy querida, y tratar de crear algo verdadero también. En todo caso, creo que prefiero ser un zapatero a un músico de los colores”.

Resulta así que Van Gogh, el loco, el artista que encaja como un guante en todos los tópicos visionarios y “genialoides” de la herencia romántica, el que da alas al impresionismo para escapar a su impasse naturalista, compara su trabajo al de un zapatero. Se refiere a un pasaje anterior de la misma carta a su hermano donde habla de la caudalosa producción de artistas que admira, como Corot, Rousseau y Dupré: “Poco después de llegar a París te dije que antes de que tuviera doscientos lienzos no sería capaz de hacer nada. Lo que a algunos podría parecerles trabajar demasiado rápido es en realidad el curso ordinario de las cosas, el estado normal de la producción regular teniendo en cuenta que un pintor debe trabajar realmente tan duro como un zapatero, por ejemplo”.

Ciertamente hizo honor a esa concepción laboriosa y aplicada del oficio. En los diez años que median entre su decisión de dedicarse a la pintura en el verano de 1880, a sus veintisiete años, y su muerte en Auvers-sur-oise en el verano de 1890 produjo en torno a novecientos cuadros y más de mil cien dibujos. Semejante facundia solo se entiende si se tiene en cuenta que Vincent concibe la mayor parte de su carrera como un tenaz aprendizaje. “Impulsado –como ha escrito John Rewald– por una urgencia irresistible de expresar sus experiencias visuales, había comenzado una lucha encarnizada contra su propia torpeza”. Y sabía que la empezaba tarde.

SU PRIMER TRABAJO EN GOUPIL & CIE

La familiaridad de Van Gogh con la pintura es, sin embargo, temprana. Su primer empleo, a los dieciséis años, fue en La Haya como aprendiz en Goupil & Cie, compañía internacional de comercio de arte de la que era socio el “tío Cent”, su padrino y homónimo. Precedió en el negocio a su hermano Theo, tres años menor, que entró en Goupil –después llamada Boussod & Valadon– en 1873 y trabajó allí toda su vida. Vincent había nacido el 30 de marzo de 1853 en Groot-zundert. Fue el mayor de los seis hijos del pastor presbiteriano Theodorus van Gogh y Anna Cornelia Carbentus y se le impuso el mismo nombre de un hermano que murió al nacer el mismo día del año anterior. Su trabajo en Goupil incluye dos estancias en París en los años setenta y un destino de dos años en Londres. Su carácter difícil y conflictivo le lleva a abandonar la empresa en 1876 sin que su vida tome derroteros. Fue maestro en Inglaterra, empleado de una librería en Dordrecht y estudiante de Teología en Ámsterdam con la intención de seguir el camino de su padre. Aunque abandonó los estudios, consiguió un destino como predicador entre los mineros del Borinage en Bélgica, pero su contrato no fue renovado.

Como ya se ha dicho, fue en 1880 cuando decidió convertirse en pin

“Poco después de llegar a París te dije que antes de que tuviera doscientos lienzos no sería capaz de hacer nada”, le escribió a su hermano Theo

tor. No había recibido formación alguna en el oficio, pero sí tenía un proyecto artístico decidido: ver la naturaleza “a través del propio temperamento”, como escribió citando a Zola. Y un ramillete de referencias a las que nunca dejó de ser fiel, desde la gran pintura neerlandesa del XVII, con Rembrandt a la cabeza, a Jean-françois Millet y los pintores de Barbizon. Las figuras monumentales y terrosas de los campesinos de Millet son lo primero que Vincent copió a partir de estampas que le proporcionaba Theo. En su dignidad elemental y en la mirada devota y sentimental del pintor normando veía Van Gogh la sustancia de esa “pintura consoladora” a la que se referiría más tarde con frecuencia. En los paisajes de Daubigny, Rousseau, Troyon y demás pintores que, en la década de 1850, se habían establecido en el pueblo de Barbizon para salir a pintar al aire libre en el bosque de Fontainebleau encontraba esa misma actitud respecto a la naturaleza. Todos ellos, como Rubens, Delacroix y el resto de pintores a los que admiró, tienen en común facturas pictóricas poderosas, amplias, empastes matéricos y enérgicos como los que persiguió desde que empezó a practicar la pintura al óleo, cuando ya llevaba dos años ejercitándose laboriosamente en el dibujo.

La impronta de Millet es patente en los cuadros de tejedores enfrentados a sus máquinas que pintó en Nuenen, en el Brabante neerlandés, en 1884, y aún más en la cadencia procesional de Labrador con mujer sembrando patatas de ese mismo año, pese a la disposición plana y decorativa en bandas del paisaje en que se insertan todavía de forma vacilante las figuras. Su ambición de convertirse en pintor de la vida campesina como su mentor cuaja un año después en Los comedores de patatas, la única composición de figuras en grupo que hizo en toda su vida y de la que en 1890 seguía pensando en hacer una segunda versión. Siempre insatisfecho con su obra, Vincent creía que por fin empezaba a recoger algún fruto de su obstinación y le disgustaba el escaso entusiasmo que su hermano Theo mostraba ante sus progresos. Instalado en París hacía ya algunos años, este insistía en

que era conveniente que aclarara la paleta “cobre y verde jabonoso” de un cuadro en el que veía elementos prometedores. Y Vincent se afanaría en ello de inmediato.

INMERSIÓN PARISINA EN EL COLOR

En marzo de 1886, casi sin avisar, Vincent se presenta en París procedente de Amberes y se instala con Theo en su pequeño apartamento. El hermano menor ya es para entonces un marchante joven, inquieto y experimentado que dirige la galería de Boussod & Valadon del bulevar Montmartre. No es la sede principal, que está en la plaza de la Ópera, sino un pequeño establecimiento en el que a Theo se le concede cierta autonomía para hacer labor de scouting de nuevos talentos en la segunda planta, siempre que el escaparate permanezca fiel a la ortodoxia comercial del Salón. Theo trata con obras de impresionistas como Camille Pissarro y el propio Claude Monet, pero su cantera principal está en los seguidores más jóvenes de la senda abierta por ellos.

Los lazos entre los impresionistas mayores se habían vuelto más laxos. En mayo se inaugura la octava y última exposición del grupo, y de la nómina original solo quedan Degas y Pissarro, que había abrazado la nueva técnica de puntos de color complementario inventada por Georges Seurat y Paul Signac que aquel gustaba de llamar “divisionismo” y más tarde recibirá también el nombre de “puntillismo”. El gran lienzo de Seurat Tarde de domingo en la isla de la Grand Jatte –que en agosto se exhibe también en el Salón de los Independientes, la cita alternativa al Salón oficial– es la pièce de résistance de una muestra que completan pintores como Odilon Redon, un simbolista singular que ha adoptado la paleta clara del impresionismo para facturar sus motivos poéticos, Armand Guillaumin, Berthe Morisot y algunos jóvenes casi desconocidos como Émile Schuffenecker y su amigo Paul Gauguin, que aún tantea en la estela de Pissarro antes de encontrar su propio camino.

La escena posimpresionista que Van Gogh encuentra a su llegada a París

se completa con la poderosa influencia de Pierre Puvis de Chavannes, un simbolista académico que despierta el interés de muchos jóvenes que, por caminos diversos, buscan dos cosas: reconstruir la solidez estructural del cuadro que la inmediatez óptica del impresionismo había descabalado y recuperar para la pintura dominios de naturaleza poética y trascendente que el naturalismo impresionista había arrumbado. Todo ello, por supuesto, sin ignorar que la carga de profundidad del color impresionista había detonado en la base de la pintura académica sin remisión y no había vuelta atrás. En esa laboriosa refundación del orden interno del cuadro a partir de la pincelada impresionista habría de tener un papel central la obra de Paul Cézanne, pero por entonces su aislamiento en L’estaque y Aix-en-provence era total.

Van Gogh solo tenía del impresionismo las vagas noticias que Theo le contaba en sus cartas. Su inmersión en el medio parisino con la guía de su hermano le llevó a entender enseguida las reticencias que su paleta sombría y terrosa había despertado en Theo. Nunca renunciará a su admiración por Millet y los pintores de Barbizon, pero solo ahora entiende la importancia del color de Eugène Delacroix sobre el que se asienta la revolución impresionista. Por medio de Theo conoce a Guillaumin, Gauguin y Pissarro –que dirá después que tuvo la sensación de que Van Gogh “bien se volvería loco, o bien nos dejaría a todos muy por detrás; pero no sabía que haría ambas cosas”–, y en el estudio de Fernand Cormon, donde va a estudiar el desnudo y el dibujo de modelos de escayola, a Toulouse-lautrec y Émile Bernard, que integran la sección más joven de los pintores que buscan abrirse camino en los ambientes posimpresionistas.

EJERCICIOS DE ARMONÍA

Los nuevos descubrimientos le llevan a redoblar su febril proceso de aprendizaje. Todo queda postergado ante la necesidad de dominar la nueva gramática del color. La introducción de los floreros y naturalezas muertas con flores entre sus motivos es consecuencia directa de ello. La Naturaleza muerta con fritilarias o los cuadros de girasoles que pinta entre mayo y septiembre de 1887 son

ejercicios de armonía y contraste de complementarios que juegan con el equilibrio inestable de amarillos y azules. Vincent se adentra en ellos en un terreno que encontraremos asimismo en los bodegones de Cézanne: la representación del volumen y el espacio a través del color, sin recurrir al expediente ilusionista que el impresionismo había desacreditado ante cualquiera que aspirase a la modernidad pictórica. Cuando un año después le escriba a Theo desde Arlés acerca del pintor belga Eugène Boch, al que acababa de retratar, dice haber respondido a sus dudas sobre si la adopción del estilo impresionista podía poner cortapisas al desarrollo de un estilo propio “que eso era lo mejor que podía hacer, aunque perdiera dos años renunciando entre tanto a la originalidad. (...) Como le aclaré, es tan necesario en este momento pasar por el impresionismo como en otros tiempos lo fue pasar por un estudio en París”.

Eso es exactamente lo que hace Vincent durante sus dos años parisinos. Pasar por el impresionismo consiste en absorber los hallazgos de los demás para ponerlos de su parte, incluyendo el divisionismo de pujos científicos de Seurat y Signac, tan aparentemente ajeno. Van Gogh explora la técnica en algunos paisajes que pinta en la primavera de 1887 en Asnières, en las cercanías de París, donde sale a trabajar al aire libre con Signac y Pissarro, como El voyer del parque d’argenson en Asnières. Con gran sagacidad observa que “se trata de un auténtico descubrimiento; sin embargo, es posible predecir que esta técnica no está en mejores condiciones que las demás para convertirse en dogma universal. He aquí otra razón por la cual la Grande Jatte de Seurat, los paisajes de Signac realizados con grandes puntos y el Barco de Anquetin llegarán a ser con el tiempo todavía más individualistas y originales”. El pronóstico no puede ser más acertado: hoy apreciamos

La Naturaleza muerta con fritilarias o los cuadros de girasoles que pinta en 1887 son ejercicios de armonía y contraste de complementarios

mucho más el valor expresivo que a Vincent le interesó en el divisionismo que el objetivismo óptico que proclamaban sus inventores.

El proceso de aprendizaje de Van Gogh en París es un episodio de voraz “apropiacionismo”, la colonización intensiva y acelerada del vocabulario pictórico de otros que Vincent necesita perentoriamente para construir el suyo. En medio de ese proceso quizá las expresiones más genuinas de su proyecto personal sean los retratos que realiza en 1887 y 1888 de algunos conocidos, como los dos que hizo de Agostina Segatori –una antigua modelo italiana propietaria del café Du Tambourin, donde expuso sus telas y con la que quizá tuvo una fugaz y malhadada aventura amorosa– y, sobre todo, los tres que pintó de Père Tanguy, el comerciante de lienzos y colores de Montmartre que favorecía a los pintores marginados aceptando sus cuadros como pago –la tienda de este antiguo communard era el único lugar de París donde se podían ver entonces obras de Cézanne–. En ellos aparecen ya bien ensamblados los recursos diversos que Vincent había ido tanteando en Asnières o en las vistas de las huertas de Montmartre cercanas al apartamento de Theo en la rue Lepic: la pincelada puntillista formando halos en torno a la figura para explotar el contraste de complementarios, los fondos construidos a base de planos yuxtapuestos de sabor decorativo y el tratamiento de la figura con la misma rotundidad expresiva de sus campesinos de Nuenen, sin perder el equilibrio justo entre la dignidad individual del personaje y su valor genérico.

En esos retratos aparece otro ingrediente crucial: las estampas japonesas que Van Gogh había descubierto en Amberes y que coleccionaba

con pasión. Los grabados de Hiroshige y Utamaro son una referencia insoslayable de toda la pintura moderna desde los tiempos de Manet. Su expresividad alternativa y su cromatismo luminoso no fueron menos importantes para ellos que la eficacia con que construían el espacio a través de ejes diagonales y planos de color, tan lejos de los recursos ilusionistas de la perspectiva lineal occidental. Su influencia está ya incorporada en Romans parisiens, la más importante de las naturalezas muertas que pintó en París y que se expondría en los Independientes de 1888. Japón resulta ser un horizonte para Vincent y la espoleta del siguiente salto cualitativo de su frenética carrera de pintor.

EL JAPÓN VIRTUAL. VAN GOGH EN LA PROVENZA

A pesar de su abnegación indesmayable, la convivencia con Vincent le resultaba a Theo insoportable por momentos. Llevaba sosteniéndolo económicamente casi desde que abandonó el trabajo en Goupil y seguiría haciéndolo hasta su muerte. Su confianza en el potencial de la carrera de Vincent se basaba más en su buen criterio que en la pasión fraternal, y la amistad forjada desde la adolescencia entre los dos hermanos era honda y sincera. Pero Vincent era imposible: cambios de humor repentinos, desentendimiento de todo lo concerniente a la vida práctica, desaliño crónico... François Gauzi, un amigo de ToulouseLautrec que lo conoció en el estudio de Cormon, lo describe así: “Era un compañero excelente, pero había que dejarlo en paz. Hombre del norte como era, no apreciaba el esprit parisino. Los sabelotodos del estudio se guardaban de molestarlo porque le tenían cierto miedo. Cuando los demás hablaban de arte y sus opiniones lo exasperaban, podía llegar a encolerizarse de manera muy inquietante”. Émile Bernard, el mejor amigo que hizo en París, deja constancia de su proverbial laboriosidad en aquellos dos meses con Cormon: “Pintaba tres estudios en cada sesión (...), mientras los desdichados

alumnos que se burlaban de él pasaban ocho días copiando tontamente un solo pie”. Ambas estampas están relacionadas; el estado de frenesí con que acometía el trabajo le llevaba a descuidar su alimentación, beber más de la cuenta y padecer desmayos y problemas crónicos de salud.

Vincent también se ahogaba en París. Necesitaba un lugar solitario donde digerir el torbellino de experiencias de los dos años de Montmartre y decidió partir hacia el sur en febrero de 1888. Theo respiró aliviado y le garantizó una modesta pensión con la que pudo instalarse en la célebre casa amarilla de la plaza Lamartine de Arlés. ¿Por qué la Provenza y no la Bretaña donde paraban sus amigos Gauguin y Bernard, donde la vida era más barata?: “Sobre la estancia en el sur, incluso si es más cara: mira, amamos la pintura japonesa, hemos experimentado su influencia; todos los impresionistas tenemos eso en común. ¿Y no deberíamos ir al Japón o, en otras palabras, al equivalente del Japón, el sur? Por eso pienso que el futuro del nuevo arte está en el sur, después de todo”, le escribe a Theo desde Arlés. Van Gogh había quedado muy impresionado por las pinturas que trajo Gauguin en 1877 de la Martinica. Aunque no compartía su pasión por los primitivos, simpatizaba con la idea de su amigo de un “arte de los trópicos”, que vinculaba a la aspiración a trabajar en una comunidad de pintores centrados en su arte y lejos de las presiones de la civilización. El individualista exacerbado le escribió a Bernard que “cada vez estoy más convencido de que los cuadros que habría que hacer para que la pintura del presente tenga características absolutamente propias y alcance el equivalente de las cimas serenas logradas por los escultores griegos, los músicos alemanes y los escritores franceses superan la capacidad de un individuo aislado. Por tanto, probablemente serán creados por grupos de hombres reunidos para poner en práctica una idea común”. Su interés por intercambiar cuadros con otros pintores habla también de un camino que debía ser recorrido individualmente pero en cordada.

Para Vincent la Provenza significa la entrega sin reservas a la pintura al aire libre. Es evidente que la luz rabiosa

Theo le garantizó una modesta pensión con la que Vincent pudo instalarse en la célebre casa amarilla de la plaza de Lamartine de Arlés

del midi poco tiene que ver con las brumas monzónicas, y los valores netos y contrastados de luz y sombra sin transición se compadecen mal con los tonos lavados de la pintura japonesa. Van Gogh hizo del sur provenzal un Japón virtual, como Monet construyó en su jardín de Giverny una naturaleza de sauces y nenúfares a la medida de sus necesidades. Pero Monet controlaba las variables de su jardín como un químico las de su laboratorio, mientras Vincent salía a pecho descubierto a someter los rigores del motivo al cuadro. Día tras día anclaba su caballete firmemente para resistir los embates del mistral. Su interacción con la naturaleza no era solo óptica sino enteramente física, como cuando la galerna en la playa de Scheveningen en La Haya le llenaba de arena los ojos y el lienzo, o cuando la pintura salpicaba su blusón y, de paso, a los viandantes, como recuerda Signac de sus jornadas en Asnières. En las cartas a Theo menciona constantemente la necesidad de “exagerar” para ser fiel a su percepción del motivo. Su objetivo es obtener armonías cro

máticas en gamas altas, equilibrios de una intensidad que a menudo dan la sensación de que el cuadro va a estallar ante nuestros ojos. “Mediante el esfuerzo de todos los colores”, le escribe a su hermana Wil sobre esa nueva paleta provenzal, “se obtiene de nuevo calma y armonía; como en la música de Wagner, que aunque la ejecute una gran orquesta no resulta por ello menos íntima”.

Pero la lección japonesa está realmente ahí, como en las vistas que hizo del puente de Langlois en la primavera DE 1888, DONDE ALIENTAN LAS MISMAS armonías en azul, amarillo y naranja de los girasoles de París en contraste con el verde de la orilla. La composición en planos divididos y la limpia geometría de las líneas proceden directamente de las xilografías japonesas, como la sensación de ligereza a la que no estorba la pincelada estilizada y compacta –“he querido conseguir colores como los de las vidrieras y diBUJOS DE LÍNEAS FIRMES” –, TAN DISTINTA del repertorio que había mostrado en París. Y en efecto, si en la capital fran

cesa el objetivo era apropiarse del color impresionista como requisito para estar en el presente “aún a costa de la originalidad”, en el Japón virtual no cabe más proyecto que la afirmación rotunda de su personalidad artística. Paradójicamente, lo hace abrazando con entusiasmo renovado la senda de la pintura al aire libre cuando buena parte de los posimpresionistas la abandonan paladinamente.

MADURAR ENTRE CUATRO PAREDES

Vincent siempre quiso que Theo extendiera la protección económica que le dispensaba a otros pintores emergentes, sobre todo, a Bernard y Gauguin. Le hace ver que si se instalan con él en Arlés y comparten gastos, el plan puede ser viable. Theo, crecientemente interesado en la obra de Gauguin, le propone la idea y este acepta. Gauguin hubiera preferido seguir en Pont-aven, pero su situación económica es crítica. Para entonces ya ha tomado el camino del sintetismo y la pintura al aire libre cada vez le interesa menos.

A Van Gogh, en cambio, la perspectiva de la compañía de su amigo, al que considera mejor pintor que él, le excita extraordinariamente. Sin dejar de pintar incansablemente en el campo, buena parte de su obra en los meses anteriores a la llegada de Gauguin a Arlés está destinada a decorar la casa amarilla, para la que compra nuevos muebles. Ese es el destino de los cuadros que hace de su dormitorio, donde el color toma ciertos carices simbólicos: “(...) se trata de sugerir el descanso o el sueño en general. En una palabra, la vista del cuadro debe proporcionar sosiego al cerebro o más bien a la imaginación. (...) Todo está pintado en zonas planas y grandes de color, como en los grabados japoneses”. Esta misma estrategia opera en El café de noche, que le llevó tres noches en vela de trabajo: “(...) en este cuadro he tratado de expresar terribles pasiones humanas por medio del rojo y el verde (...). Por todas partes hay un combate y una antítesis de rojos y verdes dispares, de violetas y azules en las figuras de los pequeños mendi

Vincent quiso que Theo extendiera la ayuda económica que le dispensaba a otros pintores emergentes, sobre todo Bernard y Gauguin

gos que duermen”. En definitiva, “un lugar donde uno puede arruinarse, volverse loco o cometer un crimen”. Esta nueva inclinación lo llevará a separarse con frecuencia del tono local e introducir por primera vez el tema del uso arbitrario del color que casi veinte años después será el caballo de batalla de Matisse y los fauves, aunque la concepción de Van Gogh es más próxima al uso que harán de este recurso los expresionistas del norte de Europa.

Sin duda la llegada de Gauguin estimuló estas investigaciones. Su ascendiente sobre Vincent bastó para persuadirle incluso de que hiciera “abstracciones” pintando, como él, a partir de la imaginación, como en Paseo en Arlés. Recuerdo del jardín de Etten, realizado en noviembre a partir de su evocación del jardín de la casa familiar. Pero ese no era su camino, y cuando en 1889 Bernard le envía fotografías de sus cuadros sintetistas de tema religioso, a Van Gogh le parecen “sueños y pesadillas”. Con su proverbial sinceridad le reprocha a su amigo que “aun cuando tratemos de reconstruir en nuestros pensamientos épocas pasadas, nuestras meditaciones se ven interrumpidas por los pequeños sucesos de nuestra vida cotidiana y nuestras propias experiencias nos obligan a volver al mundo de las sensaciones personales: alegría, tedio, sufrimiento, ira o sonrisa”. Sin duda, el subjetivismo de Van Gogh se proyecta sobre sus motivos, pero no los sustituye por imaginaciones.

EN EL PSIQUIÁTRICO DE SAINT-RÉMY

Si Gauguin estaba a regañadientes en Arlés, la difícil convivencia con un Vincent cada vez más desequilibrado no hizo más que empeorar las cosas. Una noche en el café, Van Gogh, borracho, lanzó un vaso a la cara de su amigo, que este esquivó de milagro. Gauguin anunció su partida, lo que lo alteró aún más. Años después, Gauguin con

taría que Vincent lo persiguió la noche del 23 de diciembre con una navaja en la mano. Fuera así o no, lo cierto es que, víctima de alucinaciones, Van Gogh se cortó esa misma noche la oreja izquierda y, tras contener la hemorragia, llegó hasta el burdel que frecuentaba con Gauguin y entregó la oreja a una prostituta. Al día siguiente, la policía lo encontró medio muerto en su cama. A partir de aquí su vida se convierte en un calvario. Internado en el hospital de Arlés, Theo acude a la llamada de Gauguin, que vuelve con él a París el mismo día 25. Tras dos semanas en el hospital, reingresa a principios de febrero tras un segundo ataque. En mayo de 1889 decide ingresar por propia voluntad en el psiquiátrico de Saint-rémy, donde pasa un año sufriendo terribles brotes –alguno de hasta nueve semanas– que cuando cesan lo dejan sumido en el agotamiento. Sin embargo, cuando recupera las fuerzas puede trabajar, y tanto sus cartas como sus cuadros muestran la energía y la lucidez de

costumbre. En Saint-rémy pinta obras mayores, como Noche estrellada, los diversos lienzos centrados en la observación de la masa oscura y dinámica de los cipreses o el trigal cercado y azotado por el viento que se veía desde su ventana. En los momentos de bonanza se le permitía pintar en los alrededores bajo la custodia de un celador, y también hizo varias vistas del jardín del sanatorio.

EPÍLOGO EN AUVERS

En mayo de 1890, Vincent abandona Saint-rémy y, tras una breve visita a París para conocer a su cuñada Jo y a su sobrino Vincent, nacido en enero, se instala en la pensión Ravoux, en Auverssur-oise, unos treinta kilómetros al norte de París, donde Theo lo encomienda a los cuidados del doctor Gachet, médico y pintor aficionado que mantenía amistad con Cézanne y otros pintores modernos. En enero había aparecido el artículo de Aurier en el Mercure, y en marzo había vuelto a exponer en

los Independientes y en la exposición anual de Les XX en Bruselas, donde se hizo la primera venta formal de una obra suya, Viñedo rojo. La pincelada de los cuadros de Auvers mantiene la extraordinaria condición a la vez dinámica y compacta de los de Saint-rémy. En Auvers habían pintado Daubigny, Pissarro, Cézanne y Guillaumin, y Vincent carece de prejuicios a la hora de recrearse en los valores pintorescos de un mundo que le retrotrae a su antiguo gusto por los temas campesinos de Millet. Ya no hay nuevos ataques, pero su carácter se ensombrece a la llegada del verano. Discute con Gachet, de quien había llegado a ser amigo, porque no enmarca como merece una obra de Guillaumin que guarda en casa, lo que toma por una intolerable falta de respeto. Theo tiene problemas en Boussod & Valadon y Vincent teme por la estabilidad económica de la familia recién aumentada.

Aun así, por más que la situación en Auvers sea incomparablemente más favorable que en Saint-rémy, la facundia y la laboriosidad del pintor siguen llamando la atención: en apenas setenta días realizó no menos de setenta y dos pinturas, treinta y tres dibujos y un grabado, según recuento de Guillermo Solana. En su paso fugaz por París sabemos que le complació poder examinar de nuevo en el apartamento de Theo y en el tabuco de Tanguy toda su obra desde los Comedores de patatas, de modo que pudo comprobar tanto las vacilaciones como, sobre todo, el evidente afianzamiento de su tenaz proceso de aprendizaje. A la luz de todo ello, Solana estima que el periodo de Auvers debe considerarse un epílogo. Aunque no es posible asegurar que Vincent intuyera o hubiera tomado determinación alguna respecto a la proximidad de su fin, es cierto que, por primera vez, tenía razones objetivas para sentirse legítimo autor de una oeuvre, de un cuerpo orgánico dotado de sentido que, sin duda, tuvo en mente al retomar los pinceles en un medio tan

distinto al Japón virtual de la Provenza, pero que no le atrajo menos que ella.

Tampoco es casual que en sus últimos momentos en Saint-rémy, tras sufrir el último de sus ataques, hubiera acometido varias pinturas y dibujos de viviendas campesinas que llamó souvenirs du Nord, aludiendo a sus recuerdos de Nuenen. Por entonces, pidió tanto a Theo como a su hermana que le enviaran viejos apuntes de aquella época porque quería pintar nuevas versiones del Cementerio campesino y La cabaña –ambos en Ámsterdam–, dos cuadros relacionados con los Comedores de patatas, que también tenía intención de abordar de nuevo. En Auvers, un pueblo lleno de encanto, donde alternaban viejas cabañas campesinas de techo vegetal y viviendas más modernas de cubierta de teja, todo parecía dispuesto para evocarle aquellos recuerdos de su tierra, que sin duda acentuaron esa condición epilogal. Vincent se concentró fundamentalmente en dos tipos de motivos. Por un lado, en la recreación pintoresca del caserío sin embozo alguno. Aunque en casa de Gachet vio una de las vistas del pueblo realizadas por Cézanne, el pintor se sentía en ese momento más próximo al espíritu de Daubigny, que se estableció en el lugar y cuya viuda aún vivía allí. Van Gogh manifestó su intención de visitarla y, aunque no llegó a hacerlo, sí pintó en dos ocasiones su casa. Iconográficamente, las vistas de Vincent son más cercanas a las de los impresionistas –Daubigny pintó sobre todo paisajes relacionados con el río–, pero la carga sentimental de su mirada, su recreación moral de un cierto universo rural, se aleja del registro de estos.

UN FORMATO MUY HORIZONTAL

El otro motivo característico son las panorámicas de los trigales a punto de la cosecha, que realizó con un formato muy horizontal, de 50 por 100, inédito en su obra. Frente a la plenitud restallante de sus campos de trigo en la llanura de La Crau, en la Provenza, hay aquí una rara serenidad que, según le escribe a Theo, relaciona sin embargo con una expresión de “soledad y tristeza extrema”. En efecto, todo lo que pintó en esos setenta días finales de Auvers tiene algo de retorno, de revisión sublimada e inaprensible de lugares ya visitados.

El 27 de julio se dispara en el pecho con un revólver. Consigue volver malherido a la pensión Ravoux y muere dos días después con Theo a su cabecera. Ya no verá enloquecer a su hermano, que muere en enero del año siguiente tras ser internado en una clínica de Utrecht.

Todo lo que Vincent pintó en los setenta días finales de Auvers tiene algo de retorno, de revisión sublimada e inaprensible de lugares ya visitados

Datos útiles

Los dos últimos meses de vida de Van Gogh en Auvers-sur-oise, una explosión de obras maestras Museo de Orsay, París Hasta el 4 de febrero www.musee-orsay.fr/es

PRESENTACIÓN

es-es

2023-10-27T07:00:00.0000000Z

2023-10-27T07:00:00.0000000Z

https://lectura.kioskoymas.com/article/283399131484629

Kiosko y Mas Sociedad Gestora de la Plataforma Tecnologica, S.L.